Un padre ausente
La justicia argentina, al fin, estableció que Irán es un estado terrorista y lo responsabilizó del atentado a la AMIA. Costó, eh. Una buena antes del esperado inicio de la Tercera Guerra Mundial.
Un padre ausente también es un padre: una promesa, una frustración, un odio para toda la vida que se redime, en el mejor de los casos, golpeando los azulejos en la ducha hasta la muerte. Ese cuerpo faltante se rellena con cualquier varón que te envuelva en afecto, que te prometa un encuentro. Esto te deja listo para ser estafado, el mal se encadena. Si se tiene suerte, el hijo sin suerte también se paterniza solo. Te hablás, te hablás, te hablás tanto, razonás tanto que a los diez años ya cumpliste setenta, pero al menos no te encadenaste. Esta es, sin duda, la historia más fundamental de mi vida, la herida narcisista provocada por un padre que no miró, no festejó, no quiso y que, sin embargo, estuvo presente para castigar o hacerme ver que no podía. Y aún quedaba salir a la calle a aprender los mil códigos de la vida, sin apoyo. Poco a favor: mayor agilidad mental, más adivinación, pero la cara de infeliz te queda para siempre.
Nunca tuve una dermatóloga de cabecera, siempre fui haciéndome ver los lunares cada cinco años, pero ayer, camino al consultorio de una doctora que puede llegar a serlo, escribí en el Uber el párrafo anterior a este. Un Uber bien hechito son 400 palabras por viaje de 25 minutos, para mí la mejor ecuación tiempo muerto/productividad de todos los tiempos. Mi inquietud con la profesional eran unas manchitas en la cara, pequeñas verrugas, iguales a las que mi padre tiene en cantidad, y que se llaman, lo aprendí ayer, queratosis seborreica, tumores benignos que no perdonan a nadie que cumpla años, y que te pueden agarrar antes o después, pero te agarran. La doctora, en una próxima sesión, me va a hacer la toilette, las irá cauterizando, y bueno, es estético más que nada, se puede vivir perfectamente con eso. A lo que voy es que en el Uber, antes de sacar la computadora, busqué primero una foto de mi papá para mostrarle a la doctora el parecido físico con mi padre y aquello que quiero que me ayude a evitar, una cara bombardeada de verrugas. Yo me la jugaba que eran manchas de sol que habían ido demasiado lejos, pero no. Que con o sin sol estas manchas aparecen y que la predisposición genética es todo. Y así fue que en el viaje de vuelta escribí este segundo párrafo.
Pero este tercer párrafo empecé a escribirlo antes, el miércoles a la noche, cuando me quedé solo en el quincho después de un día largo también muy productivo, y entre las dos millones de cosas que podía ver en la tele puse “Misión Imposible: la sentencia final” en Paramount +. Esta película arranca con una gran escena dentro de un submarino, mi taza de té en materia de películas de acción porque siempre hay algo que no se ve bien y que está fuera de campo, suele haber conflictos jerárquicos dentro, cuya resolución compromete el destino de la nave, y no hay escapatoria para nadie. Luego sí, mister Hunt, Tom Cruise, la presentación del problema y ahí, púmbate, me vi en el frontón del club a los diez años paternizándome en total soledad, proyectándome una película imaginaria en la que yo era sometido, por fuerzas muy superiores, a sostener un peloteo extenuante contra la pared que, de ser superado, me convertiría en salvador de la humanidad. La imaginación nos permite adelantar una revancha, pasar de la falta de atención total de un padre, a ser el padre de todos y concentrar la atención general. Pero no la concreta, la ensaya, la posterga.
Misión Imposible me parece una buena saga pero prefiero la de Bourne porque no tiene momentos reideros. En Misión Imposible desactivan una bomba nuclear, Hunt se lo toma en serio, pero el resto del team, un negro con sombrero, hacker, siempre inmutable, se pierde en polémicas secundarias con el otro miembro mientras la cuenta regresiva llega a cero. O sea la misma idea que en las películas de los Superagentes, con Tiburón muy concentrado pero Delfín y Mojarrita boludeando. Como en todas estas misiones muere mucha gente yo espero de corazón que maten a los payasos de entrada pero se ve que hay mercados donde esto prende y asegura más ventas de entradas. Nótese cómo en 24, esa gran serie de Fox, con Kiefer Sutherland, Jack Bauer apenas hacía unas muecas ante la torpeza de alguien y todo mantenía la gravedad que merece una bomba nuclear en un barco chino amarrado en el puerto de Los Angeles. Así que a los cinco minutos más o menos dejé de ver “la sentencia final” y me puse a tipear esto que acabo de escribir, palabras más o menos, el niño peloteando, jugándosela por la especie, y me topé en el pinball mental con el recuerdo de una serie británica de finales de la década del sesenta, realizada con marionetas, que aquí vimos en los años setenta bajo el nombre de Capitán Escarlata.
En el episodio 1, el Capitán Escarlata está en misión en Marte, con su “equipo”, como decían en el PRO, y luego de no encontrar nada, y estar listos para arrancar, de pronto sí aparece una imagen, como un holograma que representa una nave/ciudad. Dentro de la nave de los exploradores se establece que los marcianos se preparan para atacarlos. Y Escarlata decide, entonces, torpedear la imagen. Lo hacen y parece haber una destrucción total, pan comido, sugiere los movimientos de la marioneta del capitán que ordena a su equipo un nuevo descenso a la superficie para recoger fragmentos y llevarlos a la Tierra para su estudio. Ahí es cuando la imagen de la ciudad se rearma y una voz espectacular sale por los altavoces informándoles que ellos, los marcianos, son gente pacífica, pero que la mala actitud que tuvieron los nuestros los obliga a una acción terminante y anuncia: “serán destruidos, terrícolas”. Para que la serie funcione, esta nave expedicionaria vuelve a la tierra sin daños pero llevándose la amenaza cuya ejecución guiará la historia.
Hace treinta años entrevisté, junto al periodista Diego Batlle, y para la revista Playboy, al abogado y psicólogo Sergio Schoklender, que ya trabajaba con Hebe de Bonafini y hacía salidas transitorias de la cárcel, o ya había recobrado completamente su libertad, una de dos, no puedo recordar el status; tampoco tengo los recortes del artículo, no está en Internet y no cambia las cosas. La entrevista la hicimos en Berna, un restaurante próximo al Congreso de la Nación y a la sede de Madres de Plaza de Mayo, y fue malísima, menos por incompetencia nuestra que por la gran competencia de Schoklender para ser infranqueable. Sí atribuyo a mi incompetencia, y mayor juventud, pensar que ese vacío textual era producto de la prisión y la culpa, que lo habían dejado como un fósforo quemado, cuando en realidad había un hombre tramando algo más grande que la defensa de su silencio, y que la entrevista, a la que había accedido no muy trabajosamente, era parte de su humanización o, más precisamente: de una operación que lo dejara a mitad de camino entre el monstruo y el redimido, para que cada uno pudiera elegir su propia aventura con él.
De la entrevista me quedaron dos cosas: la imagen de Schoklender, ya completamente de negro, pidiendo un bife de chorizo mariposa, cortándolo en cruz, y comiéndolo en cuatro bocados, y de una pregunta que le hice, que no apuntaba a que el hombre rompiera el cofre relacionado al crimen de sus padres, sino a las consecuencias de no tener un padre. Dado que no iba a confesar, al menos podía lamentar la pérdida. La pregunta fue algo así como:
Sin padre, ¿en qué altar deja uno sus logros?
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Siempre me quedó la duda de si el Capitan Escarlata y el Capitan Marte eran la misma cosa. Lo que no tengo dudas es que aquellos hermanos estaban predestinados por el apellido paterno: mucho de Shock y muy poco de Lender. Ah y esta comprobado que la misión imposible de Tom Cruise es llevar un banquito a todos los lugares donde puedan tomarle una foto con alguien más alto (o sea, todos). Gracias por el Uber.
Qué bueno Estebitan !! Cada vez mejor. Muchas muchas muchas pero muchas gracias