La última del Gordo
Contemporáneo de Carlos Menem y Néstor Kirchner, compartió con ellos el pálpito de que en la Argentina se podía hacer cualquier cosa, y se mandó.
La primera noticia de la muerte de Jorge Lanata la tuvimos cuando los programas de espectáculos tomaron posición en la interna familiar. Si el Gordo hubiera estado en condiciones de regresar entero las mosquitas muertas de los chimentos no se habrían animado a jugarle sucio. Lanata imponía un respeto basado en su gracia para injuriar en voz alta, y que se note, suficiente para anular a sujetos sin moral que sólo funcionan si tienen gran ventaja a favor y que temen, como a la esclerosis, la humillación que les encanta provocar en los demás.
Así que esa fue la señal. Jorge no tenía retorno y la fuente que esclarecía a los chimenteros sobre el cuadro terminal del showman no era la prosa meditada de los partes médicos, sino la mismísima viuda experimentada a la que el Gordo se encadenó encantado en los últimos años cuando ya tenía todas las métricas en contra.
Fue una agonía muy larga, peor que la de Sandro de América, con el ensañamiento terapéutico inevitable que sólo una familia tirando toda junta podría manipular, en complicidad con los médicos, a favor de la naturaleza. Tampoco hay que negar ese cortafuego que se estaciona en cada terapia intensiva cuando los espíritus se niegan a ascender. Las ganas de un pucho más o de meterse a explorar un catálogo online para ver qué otro adorno inútil agregarse a la vida extra que obtuviera pueden haberlo sostenido boqueando como un pez globo mientras en la tele transmitían las cámaras ocultas de su casa, sus ahorros no declarados en obras de arte y en los rollitos de verdes escondidos en recovecos.
No lo merecía. Era una buena persona. Cualquiera que trabajó con Lanata dio fe ayer y yo también la doy, pero así es la liga de la fama a la que se afilió y donde buscó sobresalir desde la primera vez que se disfrazó de conogol para debatir con el Turco Asís en el programa de Mariano Grondona. ¿Cómo olvidarlo, veinte años después, subiendo al escenario de los Martín Fierro a recibir estatuillas y ver en los contraplanos los asentimientos cómplices de Eliana Calabró y Cris Morena? Era su salsa, hablarse de tú a tú con Marley. Y era notable cómo, encontrándose indudablemente en un circo, Jorge no se tomaba ni un segundo en joda, como hacía con el poder, así que con gran fluidez, después de recibir el premio de manos de Cacho Rubio, con su staff excitado detrás suyo, denunciaba algo fallado en las instituciones, o en la sociedad, y hasta en la televisión, “berretizada”, según su diagnóstico. Su seriedad encubría la picardía, el facilismo, de denunciar cosas irreversibles.
El Gordo hizo un viaje excepcional desde Sarandí al Palacio Estrugamou en una sola vida, sin padre, sin padrino, con el único capital de su inmenso talento para sobresalir en un oficio que dejaba de exigir seriedad o profundidad para premiar lo llamativo y escandaloso. Lanata fue, de hecho, el agente provocador para acelerar el cambio de época en el periodismo argentino. Como lo hizo desde la izquierda, que controla el campo de los signos, facilitó la transición para que toda la prensa blanca se vuelva crecientemente amarilla.
En los años noventa el progresismo valoró que Lanata profanara la idea misma de lo que es un diario, un producto que informa de manera fiable, aunque con los énfasis que les parezca mejor, como para empardar la profanación institucional que hacía el menemismo. El famoso gesto de entender la época. Verdaderos viejos vinagres como José María Pasquini Durán, Osvaldo Bayer y Horacio Verbitsky aceptaron excitados la innovación para ligar un rebote de nuevas audiencias, y eso dio crédito infinito para que el Gordo rematara el capital inicial de sérieuse izquierdista del diario Página/12 para convertirlo, entonces, en un periódico humorístico de títulos graciosos. Mi tesis: desde el momento que pintó el diario de amarillo, ese diario ya no sirvió más. Nadie más compró ese diario para saber si tenía que comprar dólares. Compraban el diario para hacer pinta, pero no para informarse. Lo que pareció una jugada maestra para mí le puso candado al potencial del medio y de su talentoso staff.
El resto de la prensa era una lágrima burocratizada así que la distinción del nuevo diario fue, por lo tanto, automática. Página/12 fue la contracara del menemismo porno y duró lo suficiente como para edificar el mito y que el Gordo saltara a los medios electrónicos donde estaban el público de verdad y la plata grande.
En ese sentido, lo que lo hizo verdaderamente famoso fue su falta de vergüenza para hablarle en solitario a la cámara y hacer de cuenta que, en ese momento, bajo luces calientes y violentas, con productores ansiosos parados enfrente con cartelitos, y durante muchos años con público presente en el estudio que aplaudía y reía, como en el show de Balá, su imagen asombrosa, llena de colores y cuadrillés, y su voz grave, pesada, moralista, sibilante, buchona, llegaran a los livings de cientos de miles de personas presentando historias verdaderas y falsas de malversaciones. Esto lo volvía un héroe para la audiencia, y para los implicados un gran peligro o un activo.
Porque además de una terapia que le funcionó diez puntos para perfeccionar el ego, lo que mejor hizo el Gordo fue ponerse precio y ponérselo a su agenda de temas para la explotación pública. Contó a lo largo de su carrera con agentes de primer nivel, como el dueño de la agencia Veraz, Gabriel Yelin, Eduardo Eurnekian, el juez Gabriel Cavallo, el dueño de laboratorios Marcelo Figueras y el grupo Clarín, entre otros, para moverse en esa zona gris que te permite juntar un montón de plata. Su superpoder fue su enorme audacia y seguramente cinismo para pasar como periodista profesional, sujeto sensible, showman y, eventualmente, sicario.
Trabajé en su revista 21, que luego evolucionó a 22 y luego a 23 en 1998, desde el inicio, o sea desde antes de que estuviera en la calle. Fui reclutado, igual que muchos otros, de la redacción de Página, donde pasé algunos años en los que el Gordo ya no estaba y donde su nombre era insólitamente un mal recuerdo (algo con el uso desmedido de la tarjeta de crédito corporativa que tenía asignada). Me fui del diario realmente desesperado como quien teme perder el último tren en dirección a su última oportunidad. Exageraciones juveniles. Es que Página era especialmente lúgubre, con sus luces blancas de bazar chino, sus teclados amarillentos y el germen de su extinción fermentando. El entonces intendente De la Rúa, con quien yo tenía una relación muy cordial, se enteró de mi pase y me cruzó en el viejo Palacio Municipal en ocasión de un acto al que me mandé para hacer fuentes, como se decía entonces. Me preguntó: “¿te conviene?”. Yo pensé que nada me convenía más, pero alguien que sería luego presidente me hizo una pregunta más objetiva que las que yo me había hecho. Consideré salvarme, pero no en lo que yo haría eventualmente salvado. Interesante, pero tarde, ya me había mudado de trabajo. Hay que hablar con los mayores.
Todo el asunto de la revista 21 recaía en que era su revista, y no una revista, y todo era sobre él. Su nombre estaba en la portada, en los afiches de la calle, la voz del Gordo estaba en el contestador automático de la revista y toda la gente con la que hablaba por trabajo terminaba mencionándolo. Yo hablaba con Cristina, la mismísima Jefa Inmortal, por teléfono y me mandaba saludos para Jorge. Pero si estás hablando conmigo, madre, pensaba yo. Y no pretendía ser una revista de calidad, sino que se cuidaba especialmente de serlo. Era como una revista de espectáculos, pero donde los políticos funcionaban de farándula y los afanos cumplían la rutina dramática de los romances y las separaciones. La idea principal era que todos los hombres públicos eran una cagada y que el Gordo era el salvador de la humanidad. Mis compañeros pasaban buena parte del día buscando declaraciones juradas de políticos, leyendo listados del Banco Central a ver cómo estaban sus cuentas, cosas así.
Cierta vez, mientras se conformaba la Alianza entre la UCR y el Frepaso, me crucé en el Hotel Castelar con Alberto Flamarique, el subrogante principal de Chacho Alvarez, el día que 21 publicó una nota muy difícil sobre él (se le imputaba algo en relación a la quiebra de un banco). Me vio a punto de tomarme un ascensor, se acercó y lo que era el besito tradicional con el político se transformó en un abrazo en el que me susurró: “cómo me cagaron, qué hijos de puta, no tengo una verga que ver con todo eso”. Nos quedamos un rato largo charlando; él me explicaba su inocencia, aunque a mí su culpabilidad me daba perfectamente igual, pero por supuesto que entendí su necesidad de catarsis. Me dijo algo difícil de olvidar: “el kiosquero esta mañana me felicitó cuando fui a buscar la revista. Le chupó un huevo lo que decía de mí, que su cliente saliera en una revista le hizo el día”.
Por paradojas de ese tipo es que a pesar de todas las paralíticas que les tiraban a los políticos desde la revista y desde el show televisivo Día D, éstos no escarmentaban. La revista había armado una sección que era un “test de inteligencia” a dirigentes, y los tipos increíblemente se sometían. La entrevistadora era psicóloga o psicopedagoga y era la señora de uno de los jefes de redacción. Es algo de lo que aún no me recupero: que me llamaran los jefes de prensa de algunos diputados queriendo saber cómo les había ido a sus jefes en un test de inteligencia casero hecho por una revista de entretenimiento cuya gracia principal era demostrar que aquellos políticos que no eran ladrones eran tarados.
Al año y medio, por suerte para mí, el proyecto estaba terminado, al Gordo sólo le interesaba la tele, y la revista funcionaba de productora del programa con una estación previa en la gráfica. El negocio no daba para todo, ni para todos, y abrieron un retiro voluntario al que con orgullo puedo decir que me presenté primero.
En el año y medio en el que estuve allí interactué tres veces con Jorge. La primera vez me felicitó por un artículo que escribí sobre “el otro Anillaco”, porque había una localidad en Catamarca también llamada Anillaco. Ese tipo de ideas se fraguaban en la oficina del director. Viajamos a Catamarca con uno de los fotografos artistas que habían contratado y que paraba en las rutas del norte cada cincuenta kilómetros para sacar fotos del camino uniéndose con el infinito…, en fin, y yo escribí, supongo, sobre cómo era ese pueblo, una pavada. Otra vez nos cruzamos en el baño del departamento/oficina cuya propiedad todos los empleados atribuíamos a Alberto Kohan y que estaba sospechosamente enfrente de un local de Maru Botana y como yo tenía un pantalón negro y una camisa blanca me dijo “te vestiste de mozo, boludo”. Otra vez me llamó por teléfono, no recuerdo para nada el artículo que le interesaba, pero sí que nos detuvimos en algo completamente secundario al tema. Me quería convencer de que Graciela Römer, una encuestadora, hoy retirada, bastante conocida entonces y que hablaba muy afectada, como si ella misma jugara en el CASI, era radical. Yo le decía que si Graciela era algo, era peronista, pero que en cualquier caso carecía completamente de importancia porque Graciela vendía encuestas a quien se las comprara. Buen… cuestión que entramos en un ping pong de él “radical”, yo “peronista”, así que lo que fuera cierto no le interesaba para nada.
Con el retiro me compré un Renault Clio bordó usado, al que extraño. Cuando vino 2001 lo tuve que vender, y durante un año me lo comí para sobrevivir. Lo peor de la revista no era el Gordo en sí, finalmente un hombre de la historia, sino el clima de pelotudez en que se vivía. El productor del programa de la tele y Secretario de Redacción de la revista, Claudio Martínez, volaba por los pasillos, aleteando los brazos como un colibrí cuando salía del despacho del Gordo, excitado por las ideas de Lanata, “¡ayyyy, la última de Jorge!”. Creo que la más famosa fue la de adjuntar a la portada de la revista, en un sobre, tierra de la Anillaco más famosa. Claudio tenía que conseguir la tierra, embolsarla y presentar la idea a los distribuidores y kioskeros. Otro día se trató de hacerle un hueco de 3 centímetros de diámetro a toda la revista, lo que llevaba a diseñar cada página contemplando el agujero, que no quería representar más que la arbitrariedad de hacerlo.
Viniendo desde la izquierda, Lanata sólo estaba interesado en dirigirse al público de Susana Giménez y de Marcelo Tinelli para trabajarle los sentimientos más bajos; canchero, con el cigarrillo en la mano, la cara volcada hacia un lado diciendo mirá esta guachada que te va a contar Mariel, Luciana o Nico.
Lo más sobrio de su carrera, y al cabo lo que podría sobrevivir materialmente, y que se entienda dentro de cincuenta años, fue un programa de entrevistas en la Rock and Pop a la noche al que él iba después del cierre del diario. Su voz se destacaba con el estéreo de la FM en entrevistas íntimas emparentadas con las que hacía Carlos Rodari en la AM o El Perro Verde en televisión, pero el Gordo, claro, ganando siempre metros hacia el abismo con su lenguaje procaz y algunas mersadas como lecturas de poemas, muchos propios, cosas de la edad porque era un tipo verdaderamente joven en aquellos años.
Dado que el periodismo tal como existía dejó de existir, el efecto de su obra se vuelve menos significativa de lo que podía esperarse aún cuando él sí se volvió un sujeto inolvidable para todos quienes fuimos sus contemporáneos. Ya no habrá un diario que recupere el espíritu de Página/12, porque ya no habrá un diario, ni un periodista que lo tenga de modelo. Su estilo fue inimitable pero porque nadie creyó simplemente razonable imitarlo. Queda sí una elite política estilizada por sus modales que ayer le rindió un homenaje horizontal.
Algo que siempre me partió el alma: el oficio original asociado a su empaquetado profesional lo hacía con desinterés. No se preocupó por escribir bien, capaz lo hizo un poquito mejor antes de ser rico; más bien tenía una prosa de sacarse de encima la idea, sin dejar tiempo a que la escritura más elaborada presentara su alerta ante los lugares comunes. Hizo libros de historia a la medida de la comprensión de Mirtha Legrand (que lo sobrevive) o de su nieto Nacho.
El Gordo escupió para entrar al star system. Y entró. Usaba los nombres de pila de las personas con las que esperaba ocupar la mesa de los mejores famosos, Susana, Marcelo, Adrián y Mirtha. Normalmente el asalto desde la izquierda a cualquier poder es para desplazar al régimen o al menos para postular con claridad una contrapropuesta. Lanata avanzó sobre el campo de los viejos famosos para que lo reconozcan como uno más.
Es que a esta hora, ya termino, escribo en el silencio de un cuarto de hotel en Chile mientras mi familia duerme, pienso que si se hubiera tomado en serio el objeto de su trabajo, no habría funcionado su fama.
Jorge reversionó la capacidad de síntesis de Bernardo Neustadt, pero se paró a mitad de camino entre los dueños de la Argentina y de algo parecido a los argentinos ejemplares, personas buenas que tienen un comedor popular, y fijó el estándar de que los periodistas de tevé podían ser humoristas, chabacanos, que podían boludear funcionarios públicos, plantar playmobils que representaran kirchneristas y poliladrons, o disfrazarse, como él, que hizo de su inmensidad un escenario cubriéndose el lomo con manteles amarillos y tapados fucsias. Así como en Página/12 los adultos responsables cedieron a la broma para que les tocara algo del calor de la juventud, en el foro público se aceptó que ser boludeado por Lanata o los chicos de CQC era el precio a pagar para funcionar. Los políticos fueron aceptando estas estupideces y se corrió la raya de la sensatez.
El ángulo de Lanata fue único e inalterable: todo lo público está contaminado, esa contaminación es material, los políticos esconden plata en los cajones, lavan con obras de arte y seducen minas con regalos caros y todo eso debe ser expuesto por las buenas o por las malas.
Compañeros, comparto el formulario de directivas anticipadas. Es el modelo del mismo Hospital Italiano donde estuvo internado Jorge. No, no es eutanasia.
Comparto además el mensaje de Mario Sebastiani, del Comité de Bioética del Hospital, y obstetra de muchas de ustedes, explicando bien de qué se trata.
Con estos botones se puede apoyar el correo, son descuentos mensuales. La idea es que el compañero o la compañera pagan por lo que leen como si compraran el diario o un libro. Espero que esta idea no les resulte demasiado extravagante. Anticipo mi gratitud a quien dé click y pierda el minuto que lleva concretar la operación.
(Sobre el diario Crítica y el pasaje de Lanata al Teatro de Revistas escribí una saga mientras sucedían los hechos).
El fin del periodismo
Estos feriados, con criaturas a cargo, se me hace complicado producir material nuevo, pero al menos puedo republicar material viejo sin culpa, sobre todo porque éste no está disponible en la red y porque además doy por descontado que el 90 % ciento de los suscriptores no lo leyó jamás. Un día se acabará lo viejo y veré cómo soluciono el tema. Más horas …
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Ahora retomo mis vacaciones hasta el 27 de enero.
tenés un filo increíble. creo que sos el único neoliberal que escribe bien,! ahora, Lanata buena persona? A sabiendas destruyó vidas y su final fue bien acorde al daño que, a conciencia, causó en familias enteras.
Me gustó mucho. Me reí también. Menos mal que avisaste que tomabas vacaciones salvo que ocurriera algo. El Gordo así lo quiso.