El fin del periodismo
Estos feriados, con criaturas a cargo, se me hace complicado producir material nuevo, pero al menos puedo republicar material viejo sin culpa, sobre todo porque éste no está disponible en la red y porque además doy por descontado que el 90 % ciento de los suscriptores no lo leyó jamás. Un día se acabará lo viejo y veré cómo soluciono el tema. Más horas de niñeras pagadas con los aportes de los que apoyan el correo o más horas de tablet confiando que los niños no se volverán tarados. Ellos tienen los cuatro abuelos reglamentarios, pero dos viven en Cutral Co, Neuquén, y los dos que viven acá, en Caballito, que son mi aporte a la sociedad familiar, ya están nocaut.
Sobre lo viejo, seguro que a muchos les puede interesar. La historia es así: en 2008 se empezó a publicar el diario Crítica de la Argentina, emprendimiento de Jorge Lanata, con Martín Caparrós de subcomandante, que reunió, por entonces, a lo mejor del periodismo gráfico, o lo que se entendía, entonces, por tal cosa, muchos pibes y pibas metedoras, más algunas personalidades ya consolidadas, una selección que competiría con información y enfoque con Clarín y transformaría al diario de Magnetto en pasado. Unos quince años antes de esta versión de Crítica, la editorial Perfil había lanzado un diario con la misma confianza, una gran inversión y un gigantesco fracaso posterior; y otros quince años después de Crítica, el Diario.Ar se lanzó con la misma fe, y aún sobrevive.
Crítica de la Argentina duró dos años completos, pero lo interesante es que Lanata se hartó del emprendimiento mucho antes de que fracase y fue cuando sintió el llamado a hacer Teatro de Revistas. Fueron las semanas o meses previos a la salida de mi libro The Palermo Manifesto, así que atribuyo a que eso me dio un plus de confianza para meterme con algo donde personas que me cruzaba en cumpleaños se estaban ganando la vida, muy liberado para escribir, muy impune. Como debe ser, compañeros. Igual, a estos colegas les pareció fenómeno que alguien hiciera la catarsis por ellos, y me escribían agradecidos, contándome cosas del día por día en la redacción que se ubicaba en Maipú y Corrientes. Originalmente estas historias fueron publicadas bajo el mismo título que elijo hoy, El fin del periodismo, en el sitio Los Trabajos Prácticos pero éste fue levantado y todo su material guardado por su creador, administrador y editor, Huili Raffo.
Hice para esta republicación algunos ajustes sobre el original, simplificaciones, desadjetivé personas o cosas que ya no merecen esa opinión y algunos otros toques para mejor comprensión quince años después.
1
Jorge Lanata actualizó su estado: Lino trajo pizza al camarín! Por esa acción muchos de sus empleados de Crítica no saben decir qué están haciendo ahora. Esperaban con ansias, con pasión tropical, que el gordo los confirmara como amigos, para siempre, que les escribiera en su muro, hola, me gustó tu nota, tu picada, y nada, nada, ni pelota, sólo unos qué tal en los pasillos, un boludo, un día bueno, si ganaban confianza, y ahora se quieren matar, ahora que Jorge confirmó su presencia en el evento teatro de revistas se quieren cortar las bolas. Sienten que se han unido al grupo estoy mal, porque querían trabajar en un diario nuevo y prestigioso, en el último de papel, ¡el último!, y hacerlo bien y que les pagaran, que los felicitaran por trabajar ahí, y que todo estuviera bien, que el brillo de cada uno hiciera brillar a todos. Muy lindos deseos en un conjunto de buenos muchachos. ¿Por qué, ahora, esto?, ¿por qué esta burla del patrón? Del que hablaron tan bien. Al que tanto abastecieron con admiración. Quieren explicaciones de este padre lejano y mítico de quien dijeron, tantas veces, es genial, es tan creativo. Con él: ¡se aprende!
Es cierto que hay cosas peores. Se puede estar, a esta misma hora, cartoneando, se puede, dentro de un rato, estar destruyendo una amistad para siempre. Pero, los mundos peores más pequeños, los mundos que se hacen peores cuando se afectan las expectativas, cuando la verdad devuelve otra imagen y hay que aprender a vivir resignados y con bronca, ¡ah!, esos días también hay que pensarlos y hacerlos cantar. Prestemos toda nuestra colaboración para esta marsellesa que nadie quería entonar. Porque, atención, este malestar lo presentan ellos mismos, no inventamos nada. Así lo dicen los periodistas y jornaleros amigos que nos informan en vivo, en directo, y por gtalk, desde la mismísima sede de la contrarrevolución en la calle Maipú y Corrientes. Los que nos chatean amargamente por las tardes y nos cuentan su desdicha por el lenguaje de cabaret en la tapa para referir siempre a la sexualidad, y porque la firma de los compañeros no vale nada y porque se termina usando como castigo ante una mala nota, el día que te salió mal.
Cuentan en el chat, nuestros amigos, sus me quiero ir de acá, sus dramáticos no sé a dónde. Y cuentan las horas que quedan hasta el cierre. Sabés que entro y ya pienso en irme, Estebitan. A las cinco de la tarde alucinan el subte que los devuelva a sus casas a las diez. Al menos, es un chateo pago, les decimos, un chateo con el taxímetro puesto, pero ellos ya están espiando el depósito en otra ventanita del monitor y haciendo planes sobre el futuro, casarse, en general; viajar, las más jovencitas, que es tan importante viajar; entre los varones, armar algo, hacer crecer algo, patear mejor al arco, o aparearse todo lo que puedan para compensar la injusta prohibición del incesto. Tales son las cosas en las que piensan. Lo sabemos por el chat. Lo dicen ellos.
En nuestro país, y en el negocio que han elegido, les decimos nosotros, la suma de méritos personales, la escolarización, el riesgo, el sacrificio, y el talento aplicado no van a superar nunca los efectos que se obtienen de sumar silencios y complacencias al espíritu de época y a los grandes consensos. Y es por uno de ellos, por haber cedido tan blanda y alegremente a uno de ellos que ahora se sienten mal, muchachos. Hablemos, compañeros, de ese consenso que dice, o decía: Lanata es un genio. Porque de haber permanecido firmes en su agenda de clase no propietaria, en su agenda de escolarizados sarmientinos preguntándose cada día si estarían haciendo un bien a la comunidad con sus notas, promoviendo el progreso, si sus artículos mejorarían las perspectivas de su clase de no seguir perdiendo participación en la torta ante las clases propietarias se sentirían mejor y actualizarían su estado a: ¿vieron? Se unirían al grupo la vi venir.
Lo de Lanata se malinterpretó desde el arranque. Pocas cosas fueron más emblemáticas que haber pintado un diario de amarillo hace quince años y llamarlo Amarillo/12. Eso, de alguna manera, fue condenar a Página/12 como interlocutor para los asuntos importantes de la Argentina, que quedarían reservados, en el campo de los medios y, por todos los años siguientes y, quien sabe para toda la vida que aún le quede a los diarios de papel, en las manos de Clarín y La Nación. Por meternos con el día consagratorio de la creatividad de Lanata. Pero fue una pavada. Un chiste que no se había hecho nunca, eso sí. El viejo truco de profanar lo sagrado. Que para hacer una revolución, fenómeno. Para hacer quilombo, fenómeno. Pero como máquina, como sistema, no produjo nada y lo banalizó todo. Más o menos lo mismo que hacer teatro de revistas, entretenimiento del más sencillo, hecho con el diario en la mano, como una canción de León pero con gracia, que está bien para Pepe Arias, para Adolfo García Grau --un hombre excepcional al que se evoca poco y nada—pero, por todo lo que nos dicen por el chat el colectivo de periodistas que Lanata conduce, no quieren que Lanata lo haga por cuanto los relativiza, los baja de periodistas a empleados de un cómico. Que los hará, además, y si no renuncian, producir una información que será más valorada cuanto más sirva a los efectos de ser incluida en los monólogos del Maipo. La misma tasa de efectividad que se aplicó hace ocho años en la revista 23, sólo que, entonces, a la explotación televisiva de los reportes.
Obviamente que los artículos de cualquier joven de Clarín, que se graduó en la maestría en la que enseña Lalo Mir, si toman la escala de lo público estatal y de los negocios, terminará abasteciendo las bilaterales de Magnetto con el presidente de turno. El caso más claro y último fue el apriete que Clarín le hizo al gobierno denunciando la gestión de la ambientalista Romina Picolotti. En definitiva, un periodista es un forro casi siempre. Y muy pocas veces no es un forro. Se pueden poner trajes, viajar en avión, dar charlas en Columbia pero sus vidas se resumen en mediar extorsiones. Salvemos a los periodistas narrativos que zafan por ser los Cándido López de la Guerra del Paraguay --que igual quedó manco en Curupayti--, salvemos también a algunos columnistas, y a los que se han especializado en algo y con cuentagotas tratan de filtrar una agenda útil para la comunidad.
Tomemos el caso de Daniel Santoro --el periodista, no el pintor peronista--, que tiene un programa muy importante de cable llamado Informe Santoro, y que cobró notoriedad, como diría él mismo, cuando los americanos le pasaron una carpeta sobre el tráfico de armas a Ecuador. ¡Que investigador!, ¡Qué informe, Santoro! O sea, para un vecino común, como diría Macri, parece que Daniel se infiltró como Jack Bauer para filtrarle a la sociedad unos papeles secretos, pero no, fue puntualmente Jack Bauer el que los robó para unos señores de teléfonos satelitales que lo esperaban en una Hummer estacionada en la esquina y que se lo pasaron en la confitería Donnay con el objeto puntual de cagar a alguien o de cagar a muchos. O, simplemente, para mostrar la pija imperial.
Los diarios, suponemos nosotros, conservadoramente quizás, no hay que intervenirlos, porque es como intervenir los hechos de ayer. Es como hacerle una barba candado a una foto de Hitler. Dejalo como está, como fue, así lo pensamos mejor. Intervenir lo que los diarios informan sobre lo sucedido implica decir que importa más el cómo te lo digo que el qué te estoy diciendo y eso, en los diarios, no puede ser. Por una regla de juego social básica. Porque cada actor debe cumplir la promesa que hace. Porque el policía no debe ser ladrón, porque el juez no puede ser parcial. El periodista no puede tomarse en joda los hechos. Más si le va a pedir, como tan insistentemente hace, al policía que no afane y al juez que no arregle con una de las partes. El humorista, obvio que sí. Santoro, el pintor, también. Que Evita vuele, que Evita evite a Juan, que resucite, que tome helado con Magaldi en Freddo, si Santoro lo siente así. Y, por esa contradicción, es que Sátira/12 no funcionó nunca. Si te querían hacer reír en el cuerpo principal, ¿para que además te daban un suplemento? El qué debe ir adelante del cómo para que la libertad de la prensa valga bien la pena. Exageremos: debe ser así para que valga la pena dar la vida por eso. Se puede, en todo caso, anunciar que el diario será un hecho estético, como lo es la revista Barcelona. Los diarios, en el caso ideal, deberían informar, transparentar la vida pública para el público, que no está ni puede estar en todos lados, para alentar sobre la práctica del socorro mutuo o alertar sobre el sálvese quien pueda. El Amarillo/12 fue una broma. Fundó una máquina periodística de hacer chistes hasta la descompostura, hasta ponernos amarillos. Claro, cada uno hace el diario que quiere. Por eso el problema nunca fue Lanata. El problema fueron los afiliados a su partido. Los que se subordinaron a su forma de ver las cosas.
2
Ah, pero hablemos bien de Lanata, digamos todo lo que pensamos, no sólo una parte, digamos todo, todo, controversiales hasta con la propia conciencia a ver qué pasa, a ver qué más hay, a ver quién viene a conocernos, y sumemos en esta adición que nadie nos pidió, la gauchada enorme que le hacemos a los historiadores del futuro que contarán con estos borradores para interpretar los gruesos paquetes de diarios y de revistas que tal vez sobrevivan en las bibliotecas de las universidades norteamericanas.
Digamos, entonces, que Lanata es un hombre que se da los gustos. Y que nos gusta la gente que se da los gustos. Podríamos mirar con microscopio a toda la comunidad y comprobaríamos que el director de Crítica forma parte de una minoría. De la minoría que hace bastante lo que se le canta. Que no sólo tiene que ver con los beneficios de tener plata, sino con ser un poco temerario, con no someter en forma permanente el goce al cálculo. Nos gusta la gente así. Tratamos de jugar en esa liga, por eso nos gustan. Aunque no nos interesen las mismas cosas. No todos queremos un Patek Philipe. Nosotros miramos la hora en el celular. Cuando la miramos. Porque para nosotros el día se fracciona entre el día y la noche, como debió ser siempre, como se estableció en el Génesis. No queremos relojes caros, no queremos pulseritas, anillos, no queremos las boludeces por las que el gordo se entierra en Internet durante la madrugada. Pero el misterio de salir de pobre y lograrlo, lo que queremos todos, el misterio de hacer un viaje exitoso de Sarandí al Palacio Estrugamou, en una sola generación, bueno, un aplauso. Tal vez un reflejo psi nos haga decir, sabiendo poco igual, que donde parece que hay extrema libertad puede que haya extrema prisión: la cárcel de los Benson & Hedges y los chorizos a la pomarola. O que donde abunda el pecado es porque abunda la ley, dando vuelta la sentencia de San Pablo. Puede ser.
En honor de Lanata hay que decir también que el tipo se ha preocupado siempre porque su gente gane bien. El tipo es Henry Ford. Seguramente considera que todos sus empleados deberían tener un auto. Y no se puede decir lo mismo de Manuel Antelo.
Su influencia ya es de veinte años y sus compañeros de viaje en este tiempo, los egresados de su Komsomol del diario 12 y de las publicaciones periodístico-policiales 21, 22 y 23, de la tele, de la radio, que lo imitan, lo repiten, que tutean a los oyentes, a los televidentes, siempre con la mueca indicativa de que un diputado Imbelloni les está metiendo el perro, lo sobrevivirán, llevando así su influencia por otros veinte años, hasta que llegue el día en que una minoría de ilustrados arme una guerrilla y los caguen a todos a trompadas por tutearlos.
Pero no va a pasar. Empeorará el asunto. Por eso es que esto no va más. Por eso este réquiem. Por eso, este último gusto de Lanata, su ingreso al sindicato de variedades, les cae pésimo a los cronistas escolarizados que contrató. Porque escucharon el clic. Aunque muchos no tuvieran demasiadas expectativas, al menos podían ir a trabajar envueltos en el manto sagrado de la condición de gran periodista de Lanata, de hombre que ha influenciado a la patria para bien, por el asunto de haberle quitado solemnidad a la vida pública tratada por los medios. O sea, el mito que denunciamos. Su pase a la revista de Lino, su legítimo pase a la revista a darse un gusto, para los periodistas que nos chatean por las tardes desde las instalaciones de Maipú, desordena el mito, lo arruina, profana el manto, es el equivalente al giro a la derecha del gobierno peronista del ‘73. No lo dicen así, naturalmente. Para los integrantes de periodistilandia, excepto para los más vividores de viejos mitos setentistas, la derecha y la izquierda son quesos vencidos. Bróccoli viejo en la heladera. Esa es la verdad. Ahora: es centro o margen. Y todos apuntan al centro y a ganar. Cómo no vas a apuntar al centro. Imaginan que en el margen hace más frío, y es verdad, que en el margen hay menos plata, y es verdad, que en el margen pasan menos ambulancias y es verdad. Pero, ojo, ahora es así. Porque cuando el reinado del estilo descontracturado empezó, cuando los diarios se pintaron un día de amarillo, los recursos humanos disponibles eran otros, una obviedad. Se armó en esos años una ensalada de setentistas con muchachos que habían sido adolescentes en el Proceso y que nada que ver con el ERP ni con los Montos ni con el PC, y eso era la redacción del 12. Una mezcla de viejos vinagres con verdes. Pero sin batalla generacional. Hay que decirlo. Sin corte manifiesto por ese lado. En el ’87, los cuerpos y las mentes de los compañeros sobrevivientes setentistas todavía estaban jóvenes y dominaban esa y otras redacciones, los cargos importantes pero, con el reflejo de tantas batallas por los qué, siguieron insistiendo por ese lado, y se comieron la batalla que se iniciaba de los cómo. Llegaron las computadoras y el Pagemaker: un quilombo para los camporistas. Entonces vieron el diario amarillo y dijeron ¡bien!, porque lo vieron con títulos hechos con películas que les gustaban y para hablar siempre de temas que les resultaban familiares: La clase obrera no va al paraíso y dijeron de nuevo ¡bien!, ¡bien!, ¡Pe-rón, Pe-rón!, en fin. Se armó solito el consenso del que hablamos antes, no hubo que forzar nada, la melodía de fondo que había que bailar para entenderse con el mundo nuevo era más o menos simpática y no te iba a costar la vida, además.
Habrán tolerado groserías. Cómo no. Todos ellos tienen alguna para contar. Pero ellos mismos las perdonaron con una frase que recorrería todos estos años y se volvería la favorita de los edecanes del periodista e historiador. El gordo tiene esas cosas, viste cómo es, de modo que sus caprichos de estilo adquiriesen una dimensión poética. Claro, quién se siente humillado así. Quién puede ver un grave compromiso a la verdad y a la seriedad de los hechos si todo pasa por el arrebato emocional de un artista. Si el otro es Orson Welles. Pensándolo bien, habría bastado con que Verbitsky, Pasquini Durán, Soriano, lo taclearan en un pasillo y le dijeran: conmigo no se jode. Pero andá a nadar contra corriente. Los más jóvenes —ahí sí el switch de generaciones—, vieron por otra parte la veta infernal que abría la prensa en materia económica, y sin laburar demasiado (un periodista no labura mucho, se exige tres añitos hasta acomodarse), por las rápidas derivaciones al campo empresarial, por las formas zigzagueantes de sus relaciones con el poder, con sus fuentes, por la rotación de éstas, o la señal Política y Economía, única en el mundo, una señal de cable creada al efecto de articular la relación espuria de los periodistas de los medios gráficos con sus fuentes. Y se armó así una aristocracia de la prensa, módica, de corta duración, con sus contradicciones, pero que sumada a la expansión de la televisión y de los cables movieron cantidades industriales de chicos de las categorías 65 a 80, mayormente, a estudiar en los Institutos de Menores Periodísticos como el TEA o la carrera de Comunicación.
Los cuales, esos chicos, ahora están a cargo y editan ese diario, entre otros medios, y llevan en sus oídos editores la poética lanatiana de boludo, qué carajo significan los puntos suspensivos. Y que aceptan para quedar de una pieza. Para no ser un loser, que es tan importante no ser un loser. Y ser aceptado. Andá a ser el aguafiestas, el emo de los cumpleaños de los colegas. El que no le gusta nada. No te invitan más y ponen toda la noche el disco con la banda de sonido de sus vidas: Keep the party clean. Tengamos la fiesta en paz.
3
Con el diario, al final, no pasó nada. No vende un pomo, no está en los bares. No se lo espera a ver qué dice, porque nadie sabe bien si le están hablando. Si lo están interpelando, como se dice en la facultad. Y, claro, no se sabe si es en joda o si es en serio lo que se publica, y así: ¿quién compra dólares? Una lástima. Porque el pobre mercado de lectores de la Argentina se pierde las buenas notas que se publican en la revista de los domingos y que quedan tapadas por las bromas de cabaret nazi que se hacen en la tapa, por el sexismo brutal y por algunas mentiras publicadas con banalidad antes del último subte. Terrible, porque el pobre y decreciente mercado de lectores se pierde notas como las de Susana Viau y, entonces, es más pobre y es más decreciente.
Susana, en una punta simbólica de la redacción. Una mujer que se acuesta a ver en cable El tercer hombre y siente un ruido en la cabeza y se levanta de la cama a leer el libro original y siente otro ruido y no se puede dormir hasta el amanecer porque se queda leyendo la historia de unos ambiciosos que no pueden dominar el impulso de la guita, traficantes de penicilina, hombres desesperados, sin continente, sin horizonte moral. Y luego escribe con la suficiente habilidad, y con todas las horas que hacen falta para desplegarla, como para que un ex Juez Federal millonario y un empresario farmacéutico, miembros de la sociedad propietaria de Crítica la saluden en los pasillos sin advertir que Susana también se los cargó a ellos. Cuando parecía que no, que sólo hablaba de la noticia de la semana.
Pero fuera de eso, poco, poco. Debe tener su tráfico en Internet, el site de Crítica, cómo no, pero con el Firefox cualquier cristiano abre 30 pestañas al mismo tiempo mientras espera que se le haga el café. Por las dudas, o porque sí, o porque es gratis, abrís Crítica; por las mismas razones abrís Infobae, también. Son páginas que abrís sin esperanza, sin emoción. Distinto a la movilización afectiva de abrir el blog de Artemio, por mencionar uno, pero uno de pocos, tal vez el mejor ejemplo de cómo un hombre, en su plenitud intelectual, puede usar un recurso, Internet en este caso, Internet en estos años, para dar cuenta de lo que le interesa; sin dejar de presentar un estado del arte de lo que es ese interés para él pero también para otros, y divertirse con lo que esperan que muestre, encuestas, los porcentajes de sobrevida que tienen los hombres públicos, y anotar al margen sus gustos musicales y presentarnos también el amor por Igor, su ovejero. Un abrazo a Igor. Por eso no da que se jacten los que hacen el site de Crítica. El tiempo perdido en Internet todavía no se factura, cuando eso ocurra veremos la verdad de las cosas.
La Internet 3.0 registrará, si hay suerte, si la sensibilidad promedio de sus programadores nos da la chance, las distintas temperaturas de los internautas y los efectos del tráfico por la red. Así como el Facebook 3.0 debería registrar todos los malentendidos de la vida dejando atrás esa linealidad que despierta la fobia de los apocalípticos.
Con el diario, compañeros, no podía pasar nada. A todos los que nos preguntaron antes de agarrar el laburo se lo dijimos: es muy difícil hacer algo importante, trascendente, con las retaguardias. Las retaguardias están para hacer el mate cocido, para acomodar los ataúdes en el Hércules. Es así. El diario iba a ser una nueva plataforma cualunquista, siempre corriendo de atrás a la sociedad, con editores que iban a terminar leyendo Clarín, todas las mañanas, para saber dónde estaban parados y configurar desde su tremenda inseguridad la agenda periodística. Todo para no comerse nada. El miedo más grande de un retaguardista, ¡el colmo de un retaguardista! Que, pese a estar bien atrás, donde están las mamás y las enfermeras, lo agarren por la espalda.
En el cuerpo de editores del diario predominan recursos humanos conservadores, temerosos, con Fiorinos, gente respetable, atención, excelentes padres de familia, como decía Guillermo Nimo, con los que compartiremos geriátricos, si dios nos da salud, pero bueno, gente leal al pasado, a lo instituido, más que nada, y obediente de las oratorias televisivas. Muchachos iniciados en el diario 12, algunos de ellos, quién diría, con todo lo bien que se habló siempre del 12, que han esperado años, que han juntado coraje, con persistencia pero con cuenta gotas, para decir vamos al corte o después de estos auspicios, con nosotros, Marta Minujín, y hacerle una entrevista feliz a la drogadicta del régimen que hace torres con sánguches de miga. Qué vamos a hacer. Otros, en ese cuerpo editor, educados por la editorial Perfil, formateados en el periodismo de primero la tapa y después vemos, y que no desarrollaron ninguna contradicción con el método, insensibles, además, a la idea de que la historia de los hombres hace la trayectoria de una serpentina y que sólo así merece ser leída. Con ellos evidentemente se podía hacer este diario que hoy no se compra en los kioscos. Que no está en los bares, los templos de los alfabetizados, y que nadie espera. Y que todavía se puede hacer peor. Por la simple saturación que irán evidenciando los más entregados al proyecto. Y como consecuencia de la deserción de los cuadros mejor educados. Porque desertarán.
¿Tenemos que dar nombres propios, tenemos que decir éste, aquél, el otro, los nombres de quienes sabemos que abandonarán? ¿O los nombres de los entregados a la causa del abordaje periodístico de cabaret para los temas de género? ¿Los nombres de quienes se plegarán al movimiento revisteril? ¿Tenemos que poner sus nombres en este frontón para que los googleen y se les caguen de risa los hijos, cuando crezcan, cuando entiendan dónde estuvo papá, cada día, cuando el país consolidaba su inviabilidad? ¿Que papá, o mamá, porque hay mamás también en el emprendimiento, favorecía hacer chistes sexuales en las páginas de un diario para desvalorizar a las mujeres? ¿Que papá, todos los días, empobrecía el panorama cultural? Que hicieron posible que esta monumental inversión de recursos económicos y humanos, que es un diario, haga la tabla del cero cada día, para decepción de los amigos que nos chatean amargamente por las tardes y a quienes esperamos de este lado del río en cuanto puedan cruzar.
4
Escribimos el fuck hondo que podemos. De qué vamos a hablar. Si armaron una ciudad, con unas experiencias de clase que ha implicado el desfile de un millón de vecinos, aunque sea diez minutos, por el CBC, como se puede apreciar en cualquier pelotero de cualquier restaurante en el que cualquier padre le refiere el panóptico a cualquier niñera que dice claro, y dice obvio;una ciudad en la que media sociedad civil se anotó en el Rojas para hacer algo,y la otra mitad lo consideró, porque en todas las familias de la clase media de Buenos Aires, uno de los hijos también pasó por el TEA, por el DEPORTEA, o quiso pasar y porque en los bares donde nos constituimos a diario, en los comedores a los que vamos cuando podemos, y a los cumpleaños a los que todavía nos invitan vemos que la gente es tan dependiente de la industria simbólica que casi no se puede hablar sin decir nombres propios, que casi no pueden entenderse los invitados si no mencionan apellidos prestigiosos de las fábricas de envoltorios y, según los hogares, los apellidos estelares que se cantan, salvando esa época, ah…, que duró cinco años en que un solo apellido doble, Agulla y Bacetti, fue santo y seña en los livings de cien mil familias, que lo repetían porque sí, y eso fue lo más doloroso, que tantos inocentes mejoraran la visibilidad y el patrimonio de dos caraduras a cambio de nada. ¡Cómo distribuyó socialmente el interés por la forma ese dúo histórico! Cómo establecieron los exactos términos de la salvación. Esos palurdos con zapatillas de colores.
La industria del entretenimiento, vistosa y pujante en los años noventa, fue la lucecita de esperanza del cardenal Samoré para muchas familias de clase media, para que sus hijos pudieran progresar, cuando ya no se podía progresar. Más que nada los hijos menos afectos al estudio. Y les pagaron las cuotas de los institutos y, aunque pronto descubrieron que la inserción de los chicos en los medios no iba a servir para el mejoramiento patrimonial, porque la vocación de empresario que se requiere para saltar el corralito de los asalariados no se arma en dos años, ni de grande, advirtieron también que los medios los compensarían de manera eficaz, lo que es decir, de manera simbólica, porque el fuerte de la promesa de los medios, para sus trabajadores, es la dimensión imaginaria, la importancia pública y el reconocimiento que sus vecinos les transmiten.
La fascinación popular con los periodistas, para usar un genérico que podría contener también al que atiende los teléfonos en el programa de una radio pentecostal, respondía al feeling de que integraban un sector dinámico de la pobre economía nacional y que además, por pertenecer a él, le aseguraba al chico y a la chica, a los aspirantes a soldados de una radio, de un diario, de un canal, la proximidad con los círculos de poder que la violenta segmentación social y la pérdida de espacios urbanos interclases habían vuelto cada vez más lejanos e inalcanzables para las mayorías. Los círculos de la política pero también del mundo del espectáculo o, del mundo del espectáculo pero también de la política. Porque así en ese orden es como se ajusta más al morbo y al entusiasmo con que eran percibidos. Y como la plaza pública fue cedida por las élites más comprometidas con la verdad y el progreso –que fueron siempre la política y la universidad–, los periodistas coparon el escenario, multiplicando así su importancia y atractivo para las masas. Además de informar y manipular la información, lo que la prensa hizo siempre, se convirtieron en voces esperadas para arbitrar en decisiones importantes. Fueron y son, también, sicarios de guante blanco. Si en Francia ciertos debates como el del genoma tienen como últimas palabras las de los científicos, en la Argentina, los argentinos quedamos, en un día bueno, en las manos de Adrián Paenza, un comando tecnológico de Fantasy, para decidir qué nos conviene más. Pero si es un día malo, como suelen ser la mayoría de los días en el tercer mundo, y no tenemos suerte, los temas graves recaen para el análisis y el dictamen de Investigaciones periodísticas.
Redundemos: las carreras de Comunicación y de periodismo de las universidades públicas y privadas, de los institutos terciarios, no reventaron sus localidades durante los últimos veinte años por la irrupción misteriosa de dos generaciones de locos con necesidad de contar historias del presente. Son pocos los casos de jóvenes motivados por la espesura narrativa que puede dar la vida pública. Buena parte de ellos son los así llamados, precisamente, periodistas narrativos. En ellos tal vez se encarne la paradoja de la época digital, porque podrían desplegar su vocación, su arte, su vanguardismo, sin entregar libras de carne mental a una máquina vieja, del pasado, como es un diario de papel y prescindir en un solo movimiento de patrones y editores. Vivir afuera. Si quieren decir algo, los narrativos podrían mandar mails largos, postearlos en un blog o filmarse leyéndolo y subirlo a YouTube. Se deforesta menos y el impacto cultural será mayor y de más largo alcance. Claro, de qué vivir, es la pregunta inmediata. No tenemos respuesta.
Para el resto de la prensa, para los que no narran ni quieren narrar, para los que todavía no saben lo que quieren con ese trabajo, y para los que tienen una distancia cultural y afectiva enorme con el objeto al que frecuentan a diario, la sociedad, la política, la política internacional, su inserción en los medios fue el efecto de aquella idea de que en los medios pasaba algo que podía salvar el tiempo vital que se va a consumir manteniéndose parados en el mismo lugar social. Pero, bueno, esta realidad, compañeros, ya es pasado. Ya es carne azul colgada en la heladera. Porque la matrícula decreció monumentalmente en la carrera de Comunicación en los últimos dos años. Porque los jóvenes quieren ahora diseñar ropa. Necesitan diseñar ropa. Ser Trosman, por derecha, o Churba, por izquierda.
Los malos salarios y la creciente paraguayización de los medios realmente existentes sepultan entonces la fantasía de un oficio, el periodismo que, es justo decirlo, puede ser bastante lindo, de lo mejor que hay para hacer en los países contenidos bajo el universal capitalismo y democracia. Un oficio que, si te preguntan, consistiría en contarle a los demás, que no pueden estar en todos lados, y lo mejor posible, lo que pasó ayer. Y que cuantos más puedan contarlo y cuantos más puedan contarlo mejor, harían de las conversaciones públicas plataformas más eficientes para el progreso de la comunidad.
Nombres propios de esta época han contribuido a la decadencia. Agarrémonos con los más poderosos, con los que tienen más musculitos, que es la única forma de no ser la señorita del pabellón. Albistur y el fenomenal Alberto Fernández que inventaron medios porque hay pauta para dar y de la cual morder, que botaron barcos factoría como los de Sergio Spolsky para hacer siete revistas y diarios, suplementos e inserts, todos con el mismo personal, que escribe los mismos textos, porque el negocio no es que se lea y se gane dinero por el efecto de haber dado en cierto clavo de cierto gusto popular, sino porque el negocio es la pauta publicitaria estatal que no está asociada a ningún criterio de ejemplares vendidos o de compensar las desigualdades materiales que algunos medios tienen respecto de otros. También así se domesticó la ilusión de un oficio y ya son los propios periodistas que nos chatean amargamente a la tarde los que adquieren una conciencia fuerte acerca de la baja calidad de lo que hacen, de lo que hacen sus compañeros en los escritorios vecinos y de la escasa utilidad pública de su trabajo. Les cuesta la conciencia de clase, eso también, porque sería el acabóse. Constituirse como parte de un colectivo que reclame un piso, no sólo salarial, sino de los términos aceptables para hacer el trabajo es una muestra de debilidad flagrante en una redacción. Te hace menos competitivo a los ojos de los demás, si este gil fuera bueno, no estaría llorando por plata o porque lo traten mejor, se piensa desde determinados escritorios. Pero ya se van a mirar al espejo, más grandes, más boludos y, si estiran el razonamiento puede que se vean viejos y resentidos, cruzados por las sondas en la terapia intensiva, atrapados en esas camas tremendas con pedales de fierro, viendo cómo el balance entre lo que recibió y lo que dio da mal. Da para atrás.
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Queremos también decir esto: es insoportable que la prensa se pueda meter con todo el planeta, con toda liviandad, pero que meterse con la prensa, aún tomándonos el trabajo, aún componiendo durante días y días, sea equivalente a un acto demente, vandálico o, más favorablemente pero no menos falso, de un extremo coraje. Si los tipos no tienen fierros, ¿qué es lo peor que puede pasar? Que no te contraten es un problema sólo para el que quiera trabajar con ellos. Para el que no quiere o para el que ya no quiere hacerlo, es igual a nada. Para el que no, la prensa es un tema de conversación más. Un tema que es atractivo por todo lo que venimos diciendo acerca del papel tutor que ha ejercido el periodismo en todos estos años. Y quién no quiere leer sobre el tutor. Es el teorema de Baglietto: más poderosos los personajes, más vas al fuego como la mariposa. No sentimos, entonces, nada parecido al ejercicio temerario en esta acción. Casi somos parte del sistema. Somos el Ying del Yang. Nos sentimos livianos y firmes, con los pies en la tierra, sin desequilibrios, sin fantasmas. Algunas de las personas más buenas y lindas que conocemos trabajan en la redacción del diario Crítica y los queremos prósperos, felices y concretando su vocación que no es sólo ser periodistas, madres o padres, sino contribuir a un país mejor, más justo y más solidario. Que es difícil, acá y en cualquier lado, pero por qué no probar.
Ese es, entonces, nuestro negocio: la conversación. Nuestro negocio de toda la vida. Somos relatores de una época sobrerrelatada y que, por ello, tratamos de abrirnos paso de la manera más eficiente. Nuestro lema es: o nos matan o nos dejan pasar. Y entonces pasamos también a los tiros, por las dudas. Qué va a hacer. Aun si nos va mal en esta vida, esperamos resultados en la posteridad. Así de optimistas. Y si ahí tampoco sumamos de a tres, no nos vamos a enterar. En estos primeros borradores del fin del periodismo estamos contando la historia de una transición, el pasaje del bronce al barro de un oficio hermoso. Y, en ese sentido, el salto de Jorge al Teatro de Revistas nos hizo pensar en eso. Nosotros no lo empujamos a las tablas. Él generó la noticia. Él, Lino y Ricky Pashkus. Los gordos y el flaco. Para nosotros fue simplemente morder la medialuna de Wilson, el uruguayo del kiosco de Página, y que la memoria hable. Nos acordamos de unas cosas. Pensamos en otras. Nos preguntamos qué, por qué, cuándo, dónde, cómo. Usamos el instrumento. Disculpas a quienes se sientan mal por estos borradores. Tómenlos como borradores. A la mayoría que nos felicita y asiste al espectáculo revolcado en su silla comiendo palitos salados y haciendo buches de whisky mientras baja el cursor con el índice, con la misma ansiedad con que le meten fast forward a una porno, bueno, les decimos que visto así nos irritan mucho. Por algo que Huili Raffo dijo alguna vez: No queremos proveer esparcimiento para amigos nominales que nunca harán lo propio en su terreno. Un texto, el de Raffo, que debería ser de lectura obligatoria en las escuelas de superhéroes.
Cuando nos acordamos de cosas, nos acordamos, por ejemplo, de sapos. Por eso escribimos, para ordenar un sueño. Si a un sapo lo sacás del agua fría y lo echás al agua hirviendo, distingue el brutal cambio de temperatura, y entonces salta del agua y salva su vida, pero si lo echás en agua fría, se ríe el sapito, porque no se aviva que se cocina hasta el hervor y crepa. Pobre gaucho. Lo que vemos es que, al no pasar nada con el diario, Jorge parte al teatro de revistas antes de cocinarse ¿A vivir entre bailarinas? Es la forma más blanda de verlo, porque es la que lo asegura en el mito de hombre inesperado e inesperable que hace lo que se le canta. (No tenemos un problema con el teatro de revistas, tampoco. Nos pasaríamos un año en camarines con un sombrero de bombín y zapatos de payaso. Por dios, lo haríamos, lo haríamos.) Pero salta Jorge a salvar, con esta extensión de línea su marca, que, obviamente, no debe perder valor si aspira a la permanente puntera de góndola. Y como todos vamos al supermercado, como los amigos que nos chatean amargamente a la tarde van al supermercado y son tan influenciables por la publicidad y el marketing como cualquiera, vieron su yo afectado por la decisión de Jorge. Sintieron, como ya dijimos, el clic. Lo que sintió un acopiador de tabaco virginia cuando Philip Morris hizo un fuerte pase de capital a su negocio de lácteos. Sintió que el faso a la larga no va más.
Sintieron, nuestros amigos, que si el diario se encontrara en una situación dominante, el jefe no se iría ni en pedo antes del cierre a hacer otra cosa. Postergaría ese gusto. Porque el cierre de un diario es mítico. Es un no va más, si nos equivocamos, nos equivocamos; si la embocamos, qué quilombo se va a armar. Un gran momento. Que el jefe resuelve perderse porque no siente que su presencia mejore o empeore el producto. Porque el jefe ya no la quiere pelear. Porque el producto fue tocado en el hombro por la parca de la obsolescencia. Al contrario, en el otro escenario escuchará los aplausos que no se sienten en la caja de zapatos de una redacción, sentirá la emoción de la doble o triple salida a saludar, agarrado de la mano con Lino, con Ricky, bajando la cabeza, un poquito, en su caso como yéndose, como qué hago acá, haciendo la gauchada de saludar en medio de una investigación sobre el dinero del poder o cosas que suenan así.
Insistimos, en esta quinta parte de los borradores, llena de justificaciones que serán eliminadas en la versión final, que con él no hay ningún problema. Le mandamos un abrazo. Nos consta, además de todo lo bueno que ya dijimos, que es un buen tipo si entendemos por eso, y por exagerar, que no nos va a entregar a los nazis, en caso de cuarto reich, y que si le preguntan va a decir que nos fuimos para allá, cuando él nos vio correr para otro lado. No se puede decir lo mismo de todo el mundo. Digamosló en su honor. Digamos también que no se puede vivir haciendo complicados ejercicios contrafácticos para callar, y justificar el silencio en forma permanente sobre los temas públicos. Digamos también que en la cultura occidental, la idea es que el capitán abandone último el barco. Digamos que eso también afectó el yo de los amigos que nos chatean por las tardes. Y amargamente.
¿Por qué doblan las campanas? Porque las van a guardar. Es así. Es un fin de régimen. Lo dice Agulla y Bacceti: Cualquier papá sabe que un chico se pasa prendido a la computadora ocho horas y tiene la tele prendida al lado como si fuera una radio. Y ni siquiera habla de los diarios. Tal vez no crea que existan. El fin de la prensa de papel, por lo demás, es universal aunque la intensidad que le ponemos para tratarlo aquí es argentina. Esto no se puede controlar.
Y, obviamente, esta conversación es el microclima de dos mil tipos interconectados por el gtalk y el Facebook. Para Tati, el chino del autoservicio frente a mi casa que lee noticias en diarios mimeografiados en mandarín que son dieciséis hojas oficio dobladas a la mitad y de color rosa, esta historia no es nada. No es nada para mi profe de Body Pump que se compró un cardiómetro para arrancar de personal trainer la semana que viene y que lo está seteando, ahora, enfrente mío, en el Piacere. Nada tampoco para Ilda, a quien veo entrar al bar en este mismo momento, que me viene a buscar las llaves de casa, la chica de Asunción del Paraguay con la que tercerizo las tareas hogareñas que me permiten tener el cerebro encendido muchas horas por día. Y vivir de la cabeza.
6
Volvamos a la redacción de Crítica, a la sede de la contrarrevolución en la calle Maipú. Donde lo mejor del último diario de papel es el porcentaje de recurso humano contratado que todavía ambiciona trascender su tiempo con las palabras, contar la historia, hacerla, ¡eso!, en todos sus detalles urbanos, suburbanos y villeros, registrando a las personas de arriba, de abajo y del medio, y que su meta profesional es decir todo lo que se pueda, pero lo mejor que se pueda. El principal activo del diario, en ese sentido, es tenerlos a mano y pagos. Ah, pero lo peor es la antipatía ideológica de los directivos periodísticos que les impiden hacer su trabajo con continuidad y que sus artículos queden bien rodeados. Lo peor de lo peor es la coreografía informativa unidimensional, la repetida provocación de volver grotesca cualquier escena pública. De desnudar con bromas o con denuncias permanentes que el mundo es una porquería, como ya lo saben ellos, los directivos. Un método de análisis que ya está naturalizado en las veinte o treinta mentes que integran el cuerpo de editores de retaguardia junto a los redactores más sensibles a las ideas del padre fundador. Que vienen a contarnos, una vez más, un día más, que el mundo es un teatro. Que, nosotros, queridos Chichi Píos, Tato Bores, fuente ideológica del lanatismo, no tenemos que creer tanto. Que los políticos, sindicalistas, presidentes de clubes, cualquier persona que represente intereses, son, además, truchos, porque antes dijeron una cosa y ahora dicen otra. O porque no dicen lo que de verdad piensan. Esa maqueta ideológica transportada, entonces, a todas las escalas de la vida pública que merezcan un artículo periodístico.
Irreflexión de gag corto, a lo Nik, sobre el poder político y sus distintas manifestaciones, y el titeo, la burla a lo Sofovich, a lo Lanata, a los hombres públicos, son los genes periodísticos predominantes que sólo admiten la competencia o asistencia de otro gen, el de la denuncia. Como si la relación entre política y delito fuera una novedad de estos últimos años y no la constante, inherente tanto a la política como a los negocios, desde el imperio romano, desde el big bang. Jorge, la historia que hoy le vamos a contar a la gente es la de un intendente que contrató a su hermano de director de higiene.Con el jornalismo de investigación poniendo su bota sobre Vicco, sobre Pico o sobre Rico, la corrupción sumó un nuevo eslabón, la prensa. Además de comprar funcionarios, hay que comprar a los periodistas o a los jefes de los periodistas quienes, amenazantes, empiezan a hacer llamaditos. El periodismo de investigación es, más que nada, aumento del gasto público.
Sobre el arte, los espectáculos y el deporte, en ese diario, todo el peso ideológico cualunquista también. En esas áreas se aplasta la herramienta crítica en el nombre de evitar lo aburrido. Para lograrlo, un artista de la televisión dirige las páginas de cultura, y para compensar se encomienda a intelectuales analizar partidos de fútbol. Con ambas cosas se camufla con simpatía un enorme prejuicio antiintelectual, al que se prestan sin resistencia, intelectuales atraídos por la famosidad que despide Lanata. En el primer caso, lo que parece una prevención contra la solemnidad de los especialistas termina siendo una vacuna contra el conocimiento. El clásico a mí no me hablés en difícil. Que tampoco funciona como disparador de nuevas y más simples maneras de ver las cosas. En el segundo, los intelectuales puestos a mirar fútbol ceden al hincha que quieren ser y logran que nadie los lea. Ni siquiera los intelectuales. Ni hablar de los hinchas realmente existentes. Estos intelectuales son animados por creencias sobre cuáles son las necesidades del mercado y cuáles las de su sobrevida y, entonces, escriben sobre cabezazos y corners con mucho gusto. A lo mejor lo hacen por una fuerte inseguridad respecto de quiénes son, tal vez hombres reservados y modestos (que llaman tan poco la atención) y esta es una oportunidad de mostrarse sociables, optimistas, ¡normales!; o es miedo, por qué no –si el miedo acompaña siempre cualquier cosa–, a volverse invisibles si no incorporan el elemento fútbol en su obra literaria, en sus perfiles de Facebook.
El locutor de la televisión tampoco puede hacer bien tele en la sección cultura y cede a ésta, tal y como viene envasada por las distintas industrias, sin volcar el contenido sobre la mesa de la redacción a ver qué más se puede hacer. Se regala, ¡con gusto!, a la máquina de referencias culturales dominantes. Hay que mirar Lost, se mira Lost, cuando todos los boludos de la Argentina corren a alquilar o a bajarse Lost. ¿Doctor House? House. Y así, en esa línea sin personalidad, sin pelea, sin tensiones, obediente de las modas, no consiguen ni la atención de Beatriz Sarlo que, en una caracterización de baile de club, podríamos decir que es una mina que da bastante bola, sino que tampoco entran en el radar de Beatriz Taibo. El locutor hace los deberes con el mainstream y se atornilla a la línea de montaje del diario obturando el camino para que los que tengan algo nuevo o algo mejor que decir se frustren y se ahoguen en la imposibilidad. Digamosló una vez más: Lanata es el nombre propio del síntoma. El problema son las personas inteligentes, formadas, que se han entregado y se entregan ante un empresario de caprichos muy básicos que, obviamente, cree no tenerlos, entre otras cosas, porque durante muchos años, le celebraron sus barbaridades o las hicieron pasar por estilo de algo más hondo: ¡ah, cómo es Jorge! El problema son las personas que, habiendo recibido buena escolaridad, habiendo tomado leche de chicos, e incluso habiendo pasado por la universidad, no hacen honor a su instrumento, su intelecto, y por comodidad, por vagancia, por pánico, prefieren ser los segundones, actores de reparto de figuras estelares simples que, por serlo, se abrieron paso a los gritos en los peores años de la Argentina, en alguno de sus peores escenarios: la televisión. Y que los llevan con ellos, generosamente, hay que decirlo, a ganar plata dulce.
No sabemos si Caparrós, que es historiador, para evitar ser caracterizado en términos como estos o, sólo por la imposibilidad de influir en la agenda del diario sin que eso le comiera todo el día, se borró recientemente de la actividad y eliminó a Crítica de sus eventos. Pero sí sabemos que todos los periodistas narrativos que cambiaron sus trabajos a su pedido –por la plata, también, obviamente, pero a su pedido, porque trabajo ya tenían y más plata podían ganar de cualquier otra manera– se quedaron colgados del pincel, teniendo que discutir sus trabajos con gente que mira televisión. Que mira Lost. La contraofensiva narrativa, las fichas que Caparrós había jugado en ese diario, fue detenida apenas cruzaron la aduana. Y el comandante que los arengó volvió a su hamaca sin notificarles que se desetiquetaba del álbum. Ahora, los periodistas narrativos no están más en una relación con Caparrós que, sin embargo, sigue en una relación con Jorge. Y Martín se unió mucho más fuerte que antes al grupo Qué lindo es dejar todo como está. Más grandes, los compañeros, más moderadas son sus expectativas. Que se moderan hasta que no se pueden hacer más lentas. Ya estaremos ahí. Ya seremos también nosotros como un motor diesel.
Los narrativos, los incomodados por el salto del director al Teatro de Revistas y por el abandono del sub, han quedado ahora huérfanos, sin sentido. En cuanto puedan, sabemos que partirán, porque ya han perdido en esta elección laboral uno de los mejores años de sus vidas, de los más productivos. Los otros compañeros, los no narrativos, los que escriben noticias y hablan con fuentes, y usan camisas de fuerza para vestir sus personalidades y no dar que hablar, que está tan mal visto, se amargan hasta el punto en que sueltan en el chat palabras fuertes y acusaciones duras sobre su ambiente de trabajo, sobre sus editores. Es una película danesa, del Dogma, pero a puro enter. Se quedan, entonces, toda la tarde con el estado de su Gtalk en verde, temblando internamente de rabia, ah…, pero desaprovechando también la inmensa fortuna de tener un trabajo en blanco, con aguinaldo, con vacaciones, con francos, y utilizar esa renta para concentrarse en algo más que en la queja. El Gtalk en verde, le contamos a la derecha que usa el MSN, significa que la persona está visible para los demás. Que la pueden chatear. Porque está al pedo.
Y así como están los molestos, también están los que no se pueden molestar con nada. Jubilados y jubiladas que aun no cumplieron los treinta años. Que necesitan siempre restituir el orden, el respeto, en los ámbitos en que se mueven y que necesitan que esté todo bien aunque esté todo mal. Y que hacen que no, que el pase de Jorge al teatro de revistas no los incomoda para nada. Y que ligarán, como todos en el diario ligarán, entradas gratis para ver el espectáculo, para llevar a sus padres, a sus tías del interior, con quienes irán, tan disciplinadamente como vivieron ese día, a comer pizza a El Cuartito o a Guerrin. Como hay que hacer. Total, por cuatro días locos que vamos a vivir. Ya se restablecerá totalmente la paz, la lealtad y la admiración con el artista de variedades. Es cambiar de sombrero para pensar. Sacarse, pongámosle el rojo que hace ver las cosas maaal, y ponerse el verde, el de Greenpeace, el de Sprite, el de visible en Gtalk y así poder vivir en armonía todo el tiempo del mundo con un director que pone su nombre grande en la tapa del último diario de papel, como ningún otro director de diario lo hace. Como no lo hace ningún otro director de ningún otro diario que valga la pena leer en el mundo.-