Confío en que el recuerdo que guarde Simón de la noche que subió las escalinatas del Monumental y se le presentó por primera vez, a sus cinco años, el estadio repleto y ruidoso con esa iluminación blanca bestial que puede verse desde la luna, sea lo suficientemente grande y mitológico como para evitarme el hecho de pasar de nuevo por la incómoda situación de ir a una cancha de fútbol. Aunque se trate de ir a la casa de “el más grande”, la humillación a la que hay que someterse compromete mi resolución para la segunda mitad de la vida de no levantar la voz ni calentarme por banalidades. Como muchos saben, en las proximidades del estadio se debe, por costumbre, avanzar al trotecito, como si algo estuviera por desaparecer en el punto de llegada, luego toparse tres veces con vallas de contención como si fuéramos animales, y atravesar pasillos angostos, metálicos, igualito que en el matadero. Que un extraño me toquetee con la estúpida idea de que puedo estar llevando algo peligroso me resulta una y otra vez inaceptable, aun cuando se trate de viajar con dólares baratos a Nueva York. Se va a la cancha aceptando ser menos que ciudadanos respetables el tiempo que pasemos allí, entonces, como en los angustiantes peloteos del tenis, se me impone una pregunta existencial. ¿Para qué hacerlo?
El 14 de septiembre último fuimos con Simón para que tenga su iniciación en los estadios, con el auspicio y la compañía de un socio caracterizado de la institución que facilitó que tengamos nuestras entradas, porque no es que uno compra un ticket y se presenta, como si fuera un recital de La máquina de hacer pájaros. Fue durante los últimos meses de la larga regencia del muñeco Gallardo como técnico, un miércoles que River perdió 2 a 1 con Banfield, con el gol de la victoria marcado por Julián Palacios, hoy a préstamo en el Goiás, después de un saque lateral correspondiente a River, cerca de su propio arco, una acción menos riesgosa que tomar la mamadera. Mas, no pudieron controlar el balón y el de Banfield se aprovechó y adentro. Era para cagarlos a trompadas, realmente. Contra mi expectativa, en la Belgrano Baja donde estábamos, no se puteó a nadie después del error, diría que los presentes estudiaron los minutos que faltaban para irse a la casa, sin mayor dramatismo. Gallardo cerraba, con desempeños como el de esa noche, una campaña penosa de un ciclo largo, poco frecuente en el fútbol argentino que es particularmente ingrato con los técnicos.
La excursión a la cancha tuvo sus momentos memorables para el niño, los que evoca seis meses después, como cuando ingresó en el segundo tiempo el colombiano Borja conocido por el hábito de echarse una rápida oración de rodillas sobre la línea de cal, con los brazos levantados y los ojos cerrados, y en la que pide a dios por lo bueno que le va a pasar y agradece por lo malo, porque de eso también se aprende. Esa noche anotó el empate transitorio, como dicen los periodistas, no sin antes dar pruebas de un estilo contrario, in my book, a la voluntad de dios, porque mucho antes de someter su corazón a la más mínima exigencia aeróbica simuló una falta y arrancó un lloriqueo de infracciones y pedidos de tarjeta. O sea, mintió, Señor.
Y otros momentos memorables solo para mí, como cuando al final del partido me quedé chiflando solito a un equipo que demostró poco interés en ganar, siquiera en jugar. El resto de la platea, muda, nada; peor, aplaudió al equipo cuando estos levantaron los brazos para saludar, o para que los detengan, y coreó el muñeco muñeco que emergió desde algún lugar de la cancha. Me resultó una abstención emocional forzada, actuada, que poco tenía que ver con lo que es un partido de fútbol, un espectáculo en vivo donde la idea es que un equipo gane, haga goles, y el rival quede amargado, se quede calentito, como consecuencia de eso.
Se ve que para esta renovada afición riverplatense --y en la Belgrano Baja no era distinto que en las tribunas--, lo que importa es concurrir a la cancha como parte de un circuito de entretenimiento, una actividad no laboral; donde si perdés no es más grave que ensartarse con una película que no te gusta. Nada, salís a la calle, y ya fue. O sea, que el que ganes o pierdas no me importa una mierda se hizo una realidad que los hinchas de River debemos a Napoleón, y la identidad riverplatense, o del que sea si esto se verifica en otras canchas, no se compromete puteando al equipo.
No me pareció esa noche muy útil a los fines deportivos, tampoco esta mañana, que decenas de miles de personas que pagaron entradas caras para ir a la cancha no despidieran a su equipo a las puteadas después de una derrota de local y cuando el equipo daba pena en el campeonato y sus chances de ganarlo se alejaban. Sin presión de los espectadores, los jugadores pierden un elemento muy importante del incentivo. También en mi libro dice que el que puede con el rugido de la leonera, puede con todo; el que no puede, no puede con nada. Creo que los últimos años malos de Gallardo obedecieron a que la cuarta pared abandonó su rol histórico y se convirtió en una parte más del manual de marca, y no en el monstruo exigente que fue siempre. Los buenos resultados acompañaron, eso siempre permite pasar mejor la píldora de una derrota eventual, pero creo que ir a la cancha se volvió demasiado un privilegio que nadie quiere perder y por eso se putea poco. O sea, en no putear me pareció que había gato escondido, y ahora veo que en las condiciones de producción para ir a una cancha de futbol, la dificultad para conseguir los tickets, la remera oficial de cien dólares, se amaña la emoción y la inteligencia del hincha que, sin bien advierte que los jugadores los están timando con una performance más que pobre, con lo que cuesta llegar a la cancha y ser hincha, se acepta lo que hay.
Ir a ver a River implica estacionar en Saavedra para evitar los trapitos que el el señor Larreta no pudo correr, luego caminar sorteando los mangazos y un nene no quiere caminar cinco kilómetros, por lo tanto, upa. Es más duro que el crossfit. A medida que te acercás al estadio comienza la circulación envenenada de los autos, el ruido de las vuvuzelas ambientan para bien pero suenan como elefantes en apuros y para el que desciende del mono, quiérase o no, esto predispone mal. Las motos con hinchas, siempre de a dos, que remite a la India, país que respeto pero not my cup of tea, y el olor a napalm de los hinchas hinchas de la hinchada que anuncian su presencia con rompeportones en la puerta del mcdonalds de Libertador y Campos Salles para toda la alegría de la gente.
Así como me cae bien el otoño, tanto como lo que sucede dentro de una casa de pastas un domingo, ese amontonamiento nacional respetuoso de los mayores, afectuoso con los niños, tolerante con las mascotas, me caen mal las aficiones futbolísticas. Llamadme machista o retrógrado, pero las pibas con la media botella de coca tomando un trago antes de entrar a la cancha me deprime. Lo mismo con la autorización que se da la masa para usar cualquier vocabulario en público. Yo no pretendo que no digan malas palabras, pero el decirlas para cortar el aire y renovar el parlamento de la calle me parece desconsiderado y violento. En casa está prohibido decir malas palabras, siempre hay que poder expresarse agotando el vocabulario conocido y limpio y si algo queda inexpresado buscamos la palabra con la ayuda de los papás. Tampoco pueden decirlas en la escuela, ni en público, excepto cuando miramos partidos de fútbol por televisión donde se abre la gran oportunidad de putear con toda libertad. Llamadme contradictorio.
Ya termino.
Simón es mejor arquero que jugador, sale bien abajo, a tapar, raro en un niño de seis años nomás, pero es normal ahora, se ve, y máxime después del Dibu, el más grande vendedor de buzos de arquero truchos de la historia textil argentina, y se suman las miles de horas de pantalla fútbol; los niños de los años setenta mirábamos muchísimo menos fútbol por tevé, y aunque jugábamos la misma cantidad de tiempo lo hacíamos sin duda en peores condiciones. Por lo que esta generación podrá tener menos inventiva, por jugar en terrenos más planos y con límites mejor definidos, y ganarán en control de la pelota y pases precisos. De hecho, Simón me preguntó algo insólito el otro día. ¿Qué es una vaselina? Muy específico. O sea tienen todo el vocabulario técnico y viven un fútbol cruzado por los medios, las estadísticas y las palabras, las asistencias, los quites.
Cuando yo era niño era solo jugar a la pelota, pisar para elegir, quedando los más crotos siempre para el final. Yo jugué de nueve toda la vida. De hecho mi apodo en el club era Morete, por el Puma, goleador de River en el ‘75. Pero yo fui un nueve con poco gol, un poco como Rondón. Parecido a lo que conté del tenis, el viernes pasado; eran más las ganas de jugar bien, que la realidad efectiva de poder concretarlo. Capaz es medio fácil esto, pero: tenés que tener un padre muy atento con vos para brillar en un puesto que no se luzca tanto. No fue el caso.
Jugando al futbol me desconcentraba menos que en el tenis, tiene menos tiempos muertos, pero me costaba pasar a los jugadores buenos, así que gambeteaba a todos los malos para mostrar algo, y eso sí, siempre tiré al arco con decisión. Ahora que entreno a mi hijo y tenemos siempre arco normal, y no dos camperas como postes, me doy cuenta que pateo bien con comba, puta, y pienso qué jugador habría sido si hubiera sido menos melancólico.
En los noventas y dosmiles fui a jugar a cien lados distintos, con distintos grupos, hasta que me di por harto y no fui nunca más. Una de las mejores decisiones de mi vida. Me incomodaba el vestuario, los chistes sobre el jabón, los diez mil boludo que se dicen, un tiempo demasiado largo sin mujeres, además, insoportable. Y la acción sin destino de jugar al fútbol. A medida que mi adulto se volvió una máquina más productiva ya no pude disfrutar del movimiento por el movimiento, algo sin contenido político o que no implicara una provocación no me funcionaba. Agrego: me parece fenómeno ser una máquina productiva.
No puedo decir que no voy a ir nunca más a una cancha, pero lo voy a intentar con toda mi fuerza. Creo que es bueno tener segundos equipos en la B, Ferro, Defensores de Belgrano, porque ir a sus estadios es más fácil y barato y no insume media jornada laboral. Capaz es por ahí.
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