El sábado a la noche un objeto no identificado, el tercero en siete días, sobrevoló el estado de Montana y el radar lo detectó, pero los F16 que salieron de raje a voltearlo no lo vieron. Un misterio. A las horas, los militares adujeron problemas de visibilidad relacionados a la oscuridad de la noche, que sonó a mentira piadosa, y el asunto quedó clasificado como una anomalía de radar. La noticia me agarró pisando la medianoche y elegí creer que algo raro, pasado de castaño oscuro, estaba sucediendo, y aplastado por el espeluznante calor ambiente, con toda la familia roncando, quedé expuesto, y solo, a la idea de un evento único que podría modificar completamente la vida, mientras afuera la ciudad me abastecía de desesperanza con el estruendo de las puertas de los tachos de basura, y los toquecitos de sirena que hacen los patrulleros para disolver reuniones de lúmpenes.
Me asusta menos la destrucción total del planeta, que la hipótesis de quedar vivo pero completamente a merced. La idea corriente de la invasión alienígena se presenta bajo la forma de una infantería compuesta de monstruitos de piel queratinosa y cabezas dibujadas a mano y esta proyección automática, basada en películas, representa un alivio respecto de todo lo malo que puede ser. Como nos decían en el Planetario, el universo tiene una inmensidad de espanto. Uno está habituado a la policía, a la gendarmería. Pero qué pasa si yo quiero ir a Cuervo esta mañana por un flat white y la malintención magnética de uno de estos dibujitos, ya en control de la Tierra, me empujara hacia un pozo negro a hacer la plancha o, en un día bueno, a mudar un millón de piedras de canto rodado de Chacarita a San Telmo en baldecitos de playa.
Una fantasía más benigna es que se parezcan a los humanos, y que solo estén adelantados en desarrollo tecnológico dos mil años, o doscientos, que también son un montón, calculados en modelos de Iphone, y que tienen sus sentimientos, que progresan, entonces, más o menos, a nuestro ritmo y, llegan a la tierra cuando nosotros recién llegamos a Marte, nuestro planeta más inmediato, y que estos objetos aéreos octogonales, o cilíndricos, son sus juguetes perdidos. Que podríamos encontrar en ellos condescendencia como cuando los jesuitas españoles domesticaban a los guaraníes.
A la mañana del domingo, con tres aires acondicionados clavados en 22, recapacité sobre el hecho y establecí que no es muy serio que los OVNI justo merodeen los Estados Unidos, donde se hacen las películas y se establecen los criterios de seguridad para las fronteras y aeropuertos. Dejé una puerta mental abierta al hecho de que otros países carecen de la tecnología para radarizar a la altura en que volaban estos objetos e, incluso, puedo reconocer, o reconocerme, en los trabajadores de los radares sudamericanos que prefieren dejar pasar una anomalía en nombre de la cerveza que los está esperando cuando termine el turno. También me parece demasiado redondo que se presenten ahora cuando nosotros justo estamos vivos, demasiada casualidad.
La reflexión, que maduraba y adquiría su perfecta forma paranoica con el segundo café con leche, quedó astillada cuando arrancaron las negociaciones en casa sobre el horario en que las criaturas podían empezar a mirar pantallas. Simón mira youtubers que juegan al Minecraft, y Amparo a un señor disfrazado de payaso, y que habla como tal, llamado Blippi que hace cosas educativas como helados de agua. Arrancamos en “nunca” y terminamos “a las 11”.
A las 11.30, Amparó empezó a dar órdenes: “quiero algo que pueda comer en el sillón”. Arrancamos en “nada”, terminamos rápidamente con un bowl de aceitunas verdes.
La negativa de los adultos a salir a exponernos al calor infernal y la fortuna de tener luz y aire nos plantó ante el desafío de quedarnos en casa sin que los pibes se vuelvan tarados como consecuencia de nuestra inacción. Tiramos la moneda imaginaria y salió de nuevo que sea lo que dios quiera.
Y me senté a escribir: en 1994 cuando fue el atentado de Hezbollah a la sede de la AMIA, Israel envió un avión de carga con equipamiento para levantar los escombros y discriminar los restos del explosivo, del detonador y de la camioneta utilizada. Yo trabajaba en Radio del Plata, por entonces, y durante seis noches inolvidables, hice una peregrinación triangular entre la sede destruida de la Mutual, donde aún se recogían piedras a mano -para no afectar a los eventuales sobrevivientes-, el Hospital de Clínicas, y la Morgue Judicial, en busca de lo último, nombres de pila, número de víctimas.
A las dos de la madrugada helada del miércoles 20, contra el fondo de la humedad del Clínicas, con grupos de familias acampando con termos y mantas, se anuncian patrulleros y motos de la policía que colorearon la noche y, por detrás de ellos, avanzando por Córdoba, una tira de Unimogs y Jeeps con sus soldados de pie sobre los carros que ondeaban la bandera del Estado de Israel.
Los familiares aplaudieron con locura, el barrio del Once se conmocionó, se levantaban las persianas de madera y se abrían las ventanas con gritos que se parecían a un gran desahogo. La sensación, por esas horas, era que los políticos, peronistas en este caso, no quiero sesgar, eran unos buenos para nada que, si no eran socios de los criminales que pusieron el coche bomba, al menos eran incapaces de detenerlos.
Para hacer puntos, al otro día le dije a Pepe Eliaschev, durante una de las salidas al aire: estos militares traen un conocimiento que no se adquiere en ninguna ferretería, y, él, que era habitualmente parco, especialmente con los movileros a los que seguramente consideraba débiles mentales, lo celebró con ¡claro! Pero algo era obvio, un ejército extranjero podía circular por las calles porteñas con honores del público y auspiciado por las llamadas autoridades locales. Cuando las papas quemaron, el Estado argentino no estuvo a la altura de las circunstancias.
Por la tardecita, sí sacamos a las criaturas de las pantallas y los llevamos a unos inflables en un galpón de Villa del Parque, con techo de chapa, donde la temperatura era similar a la de los crematorios, y mientras esperábamos que descarguen, y se cansen, un cuarto octógono era derribado por un F-16 en Michigan, volaba más bajito, de día, ideal. El gobierno de Joe Biden se reserva la información sobre los restos que encontraron: si la composición desafía la tabla de minerales conocidos, que es lo que importa.
Ya termino.
Hace dos años terminé de acondicionar un quincho, que lleva el nombre de mi mujer, Quimey, en mi casa del barrio de Chacarita. La idea blanca del Quincho Quimey es que en él desayunemos los domingos de menos de 30 grados, que hagamos asados, que la familia encuentre el espacio del retiro espiritual para algunos de sus miembros, que pueda escribir, y dar mis talleres, que Quimey pueda escribir y cumplir con tareas que le quedaron pendientes después de un día de oficina, y que podamos hacer la amistad, sosteniendo redes de compañerismo y de resistencia a los enemigos de la libertad, pero yo, que nunca me preparé para la guerra de los mundos, pero sí para una guerra civil, sé algo más: que el quincho está a tres puertas con cerradura de la calle y que desde el techo dispongo de ángulo de tiro desde Fraga hasta Roseti.
En las buenas, felicidad y camaradería, en las malas tengo minutos extra para atrincherar a mi familia en caso de que la ciudad pierda completamente la autoridad legítima. Si uno lo piensa, no estamos lejos. El robo de absolutamente todos los bronces de todas las puertas de Chacarita me indica que la anarquía marcha sobre la avenida Jorge Newbery. Esos bronces resistieron 10 golpes militares, tres hiperinflaciones, una pandemia, a todas las marcas de la guerrilla urbana; sin embargo, fueron todos robados en 2022, el año pasado, sin que el estado policial y municipal pudieran dar con los reducidores de bronce a los que los caídos del sistema les llevaban cada día el botín después de forcejear como animales con las puertas.
Mis hábitos tienen en cuenta la seguridad física de mi familia y nuestra autonomía económica y alimentaria; estudio los contextos en que subo o bajo del auto a mi familia, y me aseguro de llevar siempre efectivo encima. Almaceno arroz, fideos, latas de atún, porotos y lentejas. Y tengo clonazepam para un año.
Esa guerra, de todos modos, nunca va a ocurrir. Conozco bien a los soldados de los eventuales bandos, a los que boquean más alto y más lejos, y sé de los problemas que experimentan para arrancar temprano, o para comer de a raciones, y de sus ataques de ansiedad ante la pérdida de señal.
Tan distintos a quienes arrancan los bronces, y que mañana arrancarán las puertas de madera, y pasado picarán los mosaicos Saponara. Cuarenta años de democracia también son esto. La ciudad de Buenos Aires está alfombrada de pobres que viven a la intemperie, a menos que yo esté loco y vea mal. Cuadra tras cuadra colchones viejos, podridos, tirados, cartones acumulados para separarse del piso y la humedad, y las tapitas de Coca quemadas donde cocinan la droga con la que esconden el hambre. Los marginales van a hacer cuentas un día y verán que son muchos más que quienes todavía no lo somos y se probarán mi pijama frente al espejo de mi cuarto.
Podrán decir que no soy un soñador,
pero no soy el único que proyecta
en base a lo que se puede perder.
Me da pena por Simón y Amparo, y por Quimey, que no es una niña, pero tiene la ambición de que el mundo funcione con reglas solidarias activas y a quien también debo cuidar, como un jefe de familia de antes.
Asisto al espectáculo como si masticara tabaco viejo, riego mis jazmines hasta que se acabe el agua, o yo me extinga, debo preparar a mis hijos para que, llegado el caso, puedan hacer arrancar a la humanidad de cero.-
FIN
👏🏼👏🏼