El sábado pasado el Quincho Quimey fue un infierno de pibes, con sus mamás, que vinieron a pegarle un tiro a una de las piernas del fin de semana, y si bien, vamos a decir, la casa llena de niños es lindo, porque uno los ve crecer en directo, y estudia las nuevas estrategias que adoptan para pedir, y el desprecio renovado que exhiben por lo que no les gusta, también es cierto que es feo que el adulto se entregue, como el sargento Cabral, a una causa improbable: la felicidad en el largo plazo de los pibes, consecuencia ilusoria de mirarlos permanentemente cuando son niños, y que los papis pierdan durante tanto tiempo, un fin de semana entero, su posibilidad de introspección, de conexión lírica y encuentro con el ser superior.
Vamos a ver cómo es
el reino donde los niños
solo miran a los padres,
a ver qué pasa.
La música me ayuda, ya lo dije, ya lo dije, a que se abra la puerta de ese cuarto extra que aparece en los sueños de todo el mundo, y donde seguramente está toda la vida que nos falta, sin obligaciones, ni deudas, ni laboratorios, ni los cuerpos que deberemos enterrar y que están ahí, a un golpe de teléfono de meternos en el carrito del tren fantasma.
Después del granizo, cuando la lluvia lavó los autos de la cuadra y las patas y los cartones de los desdichados que empujan sus carritos por Chacarita, las criaturas bajaron a la casa a bañarse, tarea de las mamás, que hacen del baño una sala de reuniones, y que se dicen mutuamente boluda muchas veces, y me quedé solo en el quincho, media hora, nada, suficiente para volcarme en el sillón, servirme dos dedos de JW y ponerme youtube en mi tele grande a revisar mi carpeta de likes. En la ronda di con algo que hace mucho no miraba: un homenaje que la televisión francesa le hizo a Serge Gainsbourg, un músico del país subcampeón del mundo que se fue al cielo en 1991.
Anochecía en Buenos Aires, se levantaba el vaho tibio de la terraza enfriada por el aguacero de un rato antes y en el video el músico asiste al espectáculo de un coro de niños maquillados para simular una barba de días, el pelo entrecano, la madurez que justifique el vaso de whisky y un cigarrillo de chocolate que llevan entre los dedos. Los niños hacen una reversión de Je suis venu te dire que je m’en vais (Vine a decirte que me voy) —que canto hace tres días— y avanzan caminando hacia Gainsbourg que luce reventado con bolsas en los ojos, la piel curtida de la trasnoche, en la primera fila, y que los mira y llora, mientras el humo de su Gitanes le invade la conjuntiva y los niños le cantan:
No nos importan tus provocaciones
venimos a decirte que te amamos,
estás del lado del corazón que nos gusta.
En 1999 buscando la tumba de Julio Cortázar me detuve frente a la suya en el cementerio de Montparnasse; de todas, la más acompañada de flores, y fotos, y tickets del subte de todo el camposanto que, entre otras glorias, guarda a Sartre y señora, a Baudelaire y Stendhal.
Viendo el videito, acongojado, con esa puertita abierta a la asociación libre, mientras me crecía la culpa por pasar media hora sin mirar a los niños, recordé algo que le dijo Pepe Parada a su esposa, Diana María, que estaba angustiada por un estreno inminente:
“¿El exito, Diana? Ya estuve ahí, no hay nada”.
Hice luego lo que hago siempre, darle like a todas las covers de la canción original de Serge que me gusta hasta dar con el cover que me signifique más. Ganó el de Catherine Ringer, espectacular, con los compatriotas de Gotan Project, atenta la mirada admirada de Charles Aznavour en el show de tevé donde se presentó. Gainsbourg le había dicho pute hacía treinta años en otro show, a los que solía llegar ebrio y se le permitía decir cualquier cosa, como aquí se estilaba con Maradona y Charly García.
Bajé y cenamos sopa de verdadera verdura y pollo, y tarta de atún, y los niños fueron cayendo dormidos, reventados, en los sillones, soldados de una batalla pura, y perdida, entre la voluntad y el tiempo.
Un día, Simón nació. Fue en el CEMIC de Saavedra y nuestro obstetra fue el doctor Ángel Fiorillo, un señor con diez mil partos encima, un mecánico de Fórmula 1 de los nacimientos, con oído absoluto para los monitoreos. En las primeras semanas localizaba el embrión con el joystick, anunciaba un embarazo y semanas después tomaba medidas y se la jugaba por el sexo y la evolución, lo que todo el mundo pasó, bah. Y después daba confianza y daba confianza hasta el día de la cigueña.
La noche que Simón nació el trabajo de parto fue perfectamente normal, la partera estuvo a tiempo, y Ángel y los anestesistas llegaron para cuándo más o menos habían calculado el delivery, después de cenar, pero bastante antes de que les agarre sueño. De ese infierno rescato el momento en que el doctor viene escuchando el monitor y dice: “ahí me gustó”. Fueron los mismos sonidos que en las películas de submarinos, pero él escuchó a un pez espada que anunciaba que el bebé estaba listo. Todo lo demás fue un espectáculo único, de gritos e indicaciones, y el bebé aparece y el doctor que, cuando lo toma, le dice a Quimey: tomá tu bebé, Quimey.
Quimey se lo queda unos pocos minutos y se lo llevan a boxes adonde yo debía acompañarlo y al bebé le hacen la epicrisis. Ahí nos miramos a los ojos por primera vez con mi hijo y le dije hijo. Los médicos le dieron cinco/cinco al estado general del joven Simón y nos pegaron la pulsera que nos ligó para siempre. Las enfermeras se llevaron al bebé a neo para ponerle pañal y remerita, supongo, y yo me fui a lavar la cara a unos piletones donde un rato antes me había lavado las manos y disfrazado de cirujano. Allí me volví a cruzar a Ángel que me dijo: no me preguntes nada, yo aterrizo el avión, nomás. Se había acabado la espera, no había vuelta atrás, me volvía a casa con un bebé.
Seis años después, Simón entró a primer grado y se tira en la cama grande a ver Liverpool West Ham y putea al árbitro. Y ya no me dice papá, ni papi, hace al menos un año. Un día empezó con Esteban, siguió con Esteban y dudo que cambie. Incluso, a veces, divertido, me dice Stevie, por la forma en que me llama amorosamente su madre y se ríe dando a entender que capta el exceso de confianza en que incurre.
Alguna gente se escandaliza al escucharlo llamarme por mi nombre, y los entiendo, no puedo negar que a mí mismo me irrita un poco porque el significante padre tiene su peso en oro, incluso ser llamado papá justificaría el enorme esfuerzo y el destronamiento del ego que implica el laburo, todo el tiempo mirándolo, pero por otro lado sé que lo transferencial funciona perfecto, como si fuera el padre. Me busca con la mirada cuando hace un gol y me llama para ver como avanza en el Minecraft.
Cambiándose, en el vestuario, para la pileta, hace algunas semanas, lo escuché hablar con otro niño que le preguntó de quién era hincha.
Y Simón respondió:
De River y de Ferro.
El otro niño le repreguntó algo escandalizado:
¿Por qué de Ferro?
Y Simón le dijo en voz más baja, presumiblemente por vergüenza, o para que yo no escuche:
Porque mi papá es de Ferro, y de River, de los dos.
Dijo Papá, presidente.
Como ya conté, duermo con pijama y hacemos la ceremonia de papá se pone el pijama, para separar la joda del descanso. Tengo temporadas de dormir fácil, despertar y retomar fácil el sueño, y otras donde la menor interrupción me invita a darme manija durante horas, que en un departamento pequeño donde cualquier movimiento es una revolución son horas realmente perdidas.
De niño, de noche, temía que se me aparecieran los muertos: Perón, Claudio Levrino, el comisario Guillermo Pavón, un jefe de mi papá, que fue acribillado por los Montoneros. Ahora temo que se me aparezcan los vivos, que suene la alarma, que el vecino con retraso madurativo de la planta baja prenda con un fósforo un cable pelado, que el huésped de Airbnb se resbale, que me llamen de madrugada, que la policía me notifiqué una barbaridad.
Ya termino.
Simón empieza el fútbol el miércoles, la expectativa es total. Sobre todo por lo que a él le gusta jugar a la pelota.
Una publicidad de Coca Cola, de hace tantos años que no me salta en youtube, tenía a un niño con un padre que le ataba los cordones de los botines y decía algo así como:
papá, si hoy perdemos, me muero.
Y el padre le responde que:
bueno, no es para tanto. Algo así.
Y el pibe se va y el papá mira a cámara y dice:
sabés qué, yo también me muero.
Los años que espero transformarme en ese padre, compañeros.
Cuando te leía me preguntaba porqué allí sólo las madres bañan a los niños y te imaginaba en el sillón cual Homero Simpsons mirando YouTube mientras las mujeres de la casa preparaban la comida. Esa que después describis que bajaste a degustar. Toda una pintura patriarcal en tu relato. Que quizá sea ficción, no lo se. Igual podés probar de repartir tareas, así la mamá de tu niño también se relaja!
Me rei, lloré. Te vi en ese relato . "De niño, de noche, temía que se me aparecieran los muertos: Perón, Claudio Levrino, el comisario Guillermo Pavón, un jefe de mi papá, que fue acribillado por los Montoneros. Ahora temo que se me aparezcan los vivos" Esta frase merece 100 suscripciones. Love you