Vendo escarpines, sin usar
El título es un célebre micro relato de Hemingway en el que pensé siempre desde que lo leí en la adolescencia y que un día, de grande, se me hizo realidad. Extras. Insufribles, recomendaciones.
Un par de correos atrás escribí que Martín Caparrós era uno de “los insufribles de la semana” porque normalmente declara “como una separada” y que había cambiado su histórico modo de sorna por uno de recontra sorna, empeorando así algo que ya era malo. Ahora se desveló, así lo dicen los españoles, que el famoso periodista tiene ELA, enfermedad cumbre de la maldad genética, una patología que nadie está libre de padecer. Cuando pasan estas circunstancias de mal timing como en las que preguntás “¿cómo está tu hermana que hace mucho que no la veo”? y la respuesta es “ni la vas a ver porque murió la semana pasada”, da un poco de culpa, qué macana, cómo adivinar; también aplica, y respecto de las líneas que le dediqué a Caparrós, como insufrible, el famoso “sé siempre amable porque no se puede saber con qué está luchando el otro”.
Yo no sabía entonces que sufre esta patología que en su estocada afecta mucho más que los nervios y las terminaciones, afecta el humor, el juicio, la agudeza. Pero con múltiples prevenciones sobre lo que le pasa al otro no se puede escribir, si no uno se planta en pobre Cristina, hija de un colectivero que la abandonó, y la abandona, mientras que ella no te abandona. Los ejemplos son infinitos. No se puede escribir contemplando todo lo que no se ve de lo que está a la vista. Además, estoy seguro de que Caparrós lo último que quisiera es que alguien le tenga lástima y le otorgaran un régimen especial retórico, por eso, sigue toreando en público y no tiene piedad con Milei, o con miembros de su fandom porque no se tiene que ir haciendo un lugar en el cielo, porque no hay tal cosa como un legado positivo, con entendimiento complejo y universal de las particularidades del prójimo, a entregar a la salida de la vida para ser reconocido en algún punto de la eternidad. El legado es incontrolable, es un negocio imposible entre los que aún no hemos muerto y los que todavía no nacieron. Por lo tanto, Caparrós hace lo de él, como siempre, sin mímica. Encara lo que le pasa sin esperanza, pero sin desesperación, lo cual un poco lo desespera, y así lo cuenta porque supone que lo verdaderamente desesperante todavía se encuentra adelante. Así que mientras puede sigue haciendo lo que hizo siempre y hasta que no pueda hacerlo más. Bajo estas circunstancias, pero aún sin estas circunstancias, su acto me resulta ejemplar.
Martín escribió Antes que nada, un libro sobre algo más que su enfermedad, sobre su vida, que estará pronto en las librerías, empujado por el desafío de mirar la muerte desde una distancia más corta de la que el resto cree que está; el detalle de los agravios de las discapacidades que en la ELA se presentan de manera incremental y también un repaso de su vida, sus amores y sus viajes. No leí el libro y dudo mucho que lo haga, la verdad, a menos que alguien me avive que en este flashback largo de 700 páginas se mete de manera aguda, o al menos honestamente, con fenómenos como la prensa progresista, el alardeo moral de los nenes bien y el arreglo de los premios literarios, pero sí leí el capítulo que Penguin Random House dio a difusión que es muy conmovedor y atrapa por esta posibilidad de espiar el misterio al que se enfrenta. (Dejo el link más abajo).
Hace algunos años soñé con Ricardo Piglia; él estaba en una sala de espera de neonatología de un hospital de mitad de tabla. Era su cara, los rulitos, los anteojos de John Lennon, pero ya no era su cuerpo, estaba hecho un bollo apoyado en la silla, un niño viejo, como un muñeco. Piglia también tuvo ELA y a la hora señalada murió. Con poco aspaviento, no era una celebridad más que para sus lectores, alumnos. De hecho su tumba son los palitos municipales en cruz del primer día, la fecha, su nombre, y el pasto crecido alrededor sin propina a los cuidatumbas. En el sueño, breve, una postal más que nada en mi memoria yo miro a los que esperan y, en especial, a él que concentra, interpreté entonces, la idea de la muerte indigna, no el infarto aspiracional, junto al miedo al niño por nacer para morir encarnado en quien no había tenido hijos para que no le quitaran tiempo a la realización de su obra.
Añado contexto, estábamos esperando a nuestro primer hijo, Simón, y aunque hoy lo amo más que a mí, yo entonces aún no lo amaba, era sólo un feto en progreso, algo que iba a pasar. De hecho, me parece raro los que esperan a un hijo con gran ilusión y logran aislar el conjunto de incertidumbres relacionadas al parto y a cómo será su bebé. Sé que en muchos casos dicen lo que creen que hay que decir en esos casos, es lo normal, nadie sabe lo que dice en casi todos los órdenes, y las redes sociales arman un texto común para todos los hitos que la gente común repite para agradar.
Desde Un Correo de Esteban Schmidt promovemos la paternidad a como dé lugar, ocuparse para siempre de otro y no de uno, es espectacular, pero es bueno saber que un niño nace y al día siguiente pasa una señora por la habitación a hacerle una prueba de sonido, a ver si escucha, y muchas veces el bebé no escucha por restos de líquido amniótico, y se oye el primer “nada para preocuparse” que inaugura los momentos desesperantes con los hijos porque el niño podría eventualmente ser sordo, y en otro momento pensaremos que tiene espina bífida, que ve mal, o cualquier cosa que las ecografías no anticiparon o el ecografista inexperto no vio. Ya en casa, yo abollaba botellones de plástico de un solo apretón o provocaba ruidos inesperados esperando la reacción de mi niñito. Pero, en fin, si reaccionaba, ¿reaccionó al golpe o reaccionó a mi expectativa? La ambigüedad que te acompaña desde entonces. ¿Es él o soy yo en él? Y mirás su mirada a ver si la sostiene o si te la esquiva. Es tanta la incertidumbre, es como jugar en cada eventualidad a color en la ruleta. Que yo resuelvo con pensamiento mágico: la providencia se encarga. Con Amparo, de bebita, me puse a contar manchas café con leche en la piel, una, dos, tres, porque ¿con cuántas manchas había que preocuparse nos dijo una pediatra? No con muchas, ojo. Ya con siete asomaba un drama mayor. Así que cada vez que la cambiaba se me paraba el corazón cuando las empezaba a contar y la daba vuelta y cerraba los ojos y empezaba a abrirlos de a poquito para retomar el recuento. En fin, todo el lado oscuro de lo mejor de la vida.
Parte de esa paranoia la imputo a algo duro. Dos años antes del nacimiento de Simón casi nos nace otro hijo, varón, que pudo haberse llamado Francisco, pero decidimos interrumpir el embarazo ante una prueba bastante concluyente, con ecografías realizadas por profesionales distintos, sin relación entre sí, y ambos muy reputados, de que el feto presentaba unos síntomas asociados a una enfermedad de las llamadas raras, incurable, que tendría a la criatura en estado de observación y cuidados permanentes durante una vida que, además, según la literatura médica, sería corta. No puedo revelar la patología para evitar que salte la excepción, que alguien me cuente “mi hijo la tiene y ya está de novio con Pampita”, pero la interrupción fue en la semana 19, que fue cuando el problema se dejó ver y el trámite de inviabilizar el feto fue de una brutalidad de la que simplemente no me recupero y no me recuperaré. Vivirá conmigo.
La expresión de quien hizo la intervención fue “negativizar el corazón”. A la vista, una inyección en la panza que pude ver escaneada en un monitor. Y se hizo un domingo de mañana, porque no había más tiempo, y llevé un sobre de papel manila con una cantidad bestial de plata que el profesional me pidió por Whatsapp, que luego no contó y guardó en un cajón. El suplicio duró 15 minutos. Más 2 de ascensor con el doctor apretadito con nosotros rompiendo el hielo. Salimos con Quimey del consultorio, demudados. No habíamos desayunado, todo fue muy temprano, y nos tomamos un café y un té en el Starbucks, cruzando la avenida, así que dije mi nombre, y lo anotaron, como en un día normal, y nos sentamos junto al ventanal, en silencio, nada que agregar, y vimos salir al doctor minutos después con una super camioneta del edificio. Nada para reprochar. De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades. Ese domingo era, además, el Día del Niño. Créase o no. Pero créase, así fue.
Volvimos a casa. A la tarde vimos una película terrible, La cacería, donde un maestro es acusado falsamente de abusar de uno de sus alumnos. En nuestro balcón una paloma hizo su nido en el enjambre vegetal que se había formado en la protección y mi mamá que vino a acompañar sacó el huevito, lo tiró a la basura y terminó con el nido. Créase o no, pero créase. Porque así fue. Ya habíamos hecho lo que no tenía vuelta atrás, pero aún faltaba algo crucial, expulsar el feto, provocar un nacimiento, bah, y todo eso pasó, con una internación al día siguiente en el mismo piso donde el resto de las habitaciones tenían pegadas en sus puertas carteles de “bienvenida” o “bienvenido”, en colores, con globos, muñequitos, familias donde todo había salido bien.
Sucedió el martes a la madrugada, luego de inducir artificialmente el parto por horas, cómo iba a ser, si no. Y firmamos papeles. Que nació un NN fallecido, algo por el estilo. Y que los restos se usarían con propósitos de investigación. Es lo que creímos haber leído, lo que recordamos, porque ciertamente pudimos haber recordado mal o no leído todo lo que había para leer.
La culpa que me cargué por esa decisión fue muy grande y me castigué los años siguientes de maneras sutiles pero efectivas. No podíamos controlar la patología del niño, pero podíamos controlar nuestra reacción ante la novedad, el desafío, y optamos por el camino fácil. “Hicieron bien”. Dicen todos. Y lo creo. Debe ser así. Pero me pasa algo con ese hijo que no tuve y es sentirlo muy cerca algunas veces. Lo siento cuando paso todos los días con el auto, camino a la escuela con Simón y Amparo, por un lugar en la calle Conesa y Federico Lacroze donde reciben niños con parálisis cerebral y los veo bajar de las Fiorinos adaptadas para la silla de ruedas. Golpeo el volante. Frente a casa, desde el balcón, veo también cada día pasar a un padre empujando otra silla con otro niño con una vía conectada a su nariz, y él empuja todos los días, abnegadamente, a este hijo suyo que nunca le va a preguntar por qué perdimos, por qué ganamos. Lo siento cerca, especialmente, cuando pongo el video de una canción con la que una noche tuve un brote de llanto que relacioné con él, y que finalmente pongo para sentirlo cerca, y que se llama “Traicionero”, de La Beriso. El cantante llama a “abrir la olla”, o sea a hacer espacio entre todos los que están en el campo para que se arme el pogo cuando cante el estribillo y pide además que “tiemble todo el estadio”. Y el estribillo es pegadizo, festivalero, dice “cuántas noches de gira, días llenos de melancolía…” y yo estoy seguro de que aún con las dificultades que hubiera tenido, yo podría haber estado saltando alguna vez con ese niño al lado, en ese campo, o en cualquier otro, y compartido esa intensidad; habría sido increíblemente real y amoroso. Por supuesto que escribo esto llorando.
Nueve años y medio después de la interrupción, o sea el año pasado, nos llegó un telegrama del Cementerio de la Chacarita, muy cerca de casa, para avisarnos que el tiempo de permanencia en la parcela tal llegaba pronto a su término y que podíamos exhumar los restos. De no responder al aviso lo removerían y dispondrían de ellos en el osario común. Estas no fueron las palabras exactas pero son las que entendimos. Nunca habíamos olvidado lo que nos pasó ni lo que hicimos pero esta vuelta de tuerca nos sorprendió completamente. Reaccioné, reaccionamos, como los padres que al final no habíamos sido, pero que habríamos podido ser, y nos sentimos genuinamente convocados a actuar responsablemente, así que fuimos al cementerio, a una oficina en el primer piso, y nos dieron una fecha y una hora para la exhumación. Faltaba un paso.
Así que hace poco más de un año estuvimos ahí. Yo me dije, entonces, para enfrentar la escena: veo, miro y escribo. Me saco este drama de encima escribiendo, el newsletter ya funcionaba muy bien, y mis hijos un día conocerán la historia porque siempre es más fácil decir la verdad, te la acordás mejor, y me inventé que si el trauma no se expone, pasa entero de generación en generación pero la que sigue no sabe por qué le aprieta el zapato. Pero, entonces, no pude. Me salió para hoy, sin buscarlo.
En la Chacarita nos presentamos a la hora señalada con el papel de la exhumación y nos mandaron hacia donde el cementerio hace una lomada, cerca de la entrada de Jorge Newbery; el sol era espectacular pero el aire fresco compensaba. Un día soñado para exhumaciones. En una casilla que usan los enterradores para ranchear le chiflaron a uno de ellos que “está donde están ‘los chiquitos’”, parcelas que tienen exactamente la mitad del largo que las otras. Caminamos hasta él y este señor, discreto, delgado, acostumbrado a la tensión de la circunstancia, tomó el papel y con su pala embarrada se puso a desenterrar el entierro del que nunca participamos y del que nada supimos en un pedazo de tierra numerado pero sin nombre propio. Nos quedamos tomados de la mano casi al pie de la tumba mientras de manera profesional el señor cavó y cavó hasta la profundidad donde él creía que se acomodan los angelitos, y lo único que obtuvo fue un frasco grande de plástico, cuarteado, con boca de buen diámetro, como esos con los que se comercializan aceitunas para restaurantes. Se ve que ahí dispusieron en el hospital al hijo que no tuvimos, después de obtener las muestras.
Así que el desenterrador lo alzó con sus guantes de obra y dijo “esto es todo lo que hay”. Y bueno, de lo demás se había encargado la erosión del suelo, la lluvia, el tiempo. Quiso entrar en detalle sobre el tamaño de los huesitos, pero le cerré mis ojos como para diluir su imaginación en un adiós y gracias. Firmamos el papel que daba el caso por cerrado y pasamos por las tumbas de otros niños, que nacieron y se mancaron al poco tiempo, con sus nombres. Tenían, tienen, juguetes sobre las lápidas, chupetes, palabras que te parten el alma. Algunos niños habían vivido pocos días, así que los chiches eran parte de la ilusión que enterraron. Algunas tumbas más allá, en la vasta zona de los que llegaron a grandes, había un desentierro más corriente, con una lona y una bolsa de consorcio. Dos desenterradores cooperando y un grupo de adultos que asistía al procedimiento desde una buena distancia.
Caminamos hacia la salida.
Los insufribles de la semana.
Los que armaron efecto Streisand con el discurso de Norman Briski por un discurso durante los Martín Fierro de cine. En el remotísimo caso de que a alguien le importe lo que dice otra persona, me da la impresión de que aún menos importancia le da a lo que dice un actor. Un actor es alguien a quien se ve que, o se supone que, habita varios cuerpos a la vez, y que dice letras, cosas en las que cree, en las que no cree, o sea, habla desde un Frankenstein, y esto se agudiza si el actor que sube al escenario a agradecer y a predicar ya está medio nocaut por la edad. Así como hay virtue signaling en pararse de manos contra Israel, también hay virtue signaling en quienes salen a marcar la más mínima pelotudez antisionista en perfectos ignorantes ajenos a la geopolítica, incluso al entendimiento de reglas de vida sencillas. Máxime cuando esta etapa de la guerra se está ganando, salir en manada a decir que Norman es un pelotudo no me parece, te diría, digno. Creo que aún peor es hacerlo con el cálculo de que la precisión del tuit y el reconocimiento público de quien lo publica le permitirá hacer su ronda de prensa para que cuente lo que opine de Briski. O sea un redimensionamiento de declaraciones antiisralíes, sin efecto alguno, para ponerse en condición de prenseables. Algo importante, al Estado de Israel, como bien lo ha probado desde el 7 de octubre, LE CHUPA UN HUEVO lo que tengan para decir los judíos renegados del mundo.
Lo de Charly García, todo inflado y pasteurizado. Un buen ejemplo de por qué no trabajar pensando en el legado, porque los que vienen pueden hacer cualquier cosa. Y así fue, aún sin morir, un Charly maniatado por la medicación consintió un homenaje donde le hicieron pelota “Viernes 3 am” y “Ojos de Video Tape”, como para empezar a hablar, así como si fuera un chiste, un asado de adolescentes. Un show, además, muy conversado. Muchísimo bla bla. En cualquier caso, este espectáculo de Olga, como los recitales de Fa y la última FED, y la supervivencia de todas las editoriales independientes, prueban que sin Estado Presente hay un montón de cosas que se pueden hacer en total libertad. En algunos casos se trata de romper el chanchito, ponerse imaginativo, laburar más o laburar mejor y llevar contabilidades realistas.
Salen videos del profesor Martín Kohan todas las semanas; es difícil seguirlo, la verdad. En este se mete con un montón de disciplinas que se ve que aprendió estos últimos años, contabilidad, administración del estado. Es espectacular como frasea, para hacerle mil tik toks con el audio. Me parte el alma que no tenga uno grabado con Iñigo Errejón porque son Pelopincho y Cachirulo.
Si uno se queda mirando al que camina sobre vidrio en el Barrio Chino,
¿Qué hace?
Deja una colaboración.
Yo lo escribo, yo lo vendo.
Hasta el 2 de noviembre en esta galería de Chacarita Crespo que regentea el forista Francisco Aquino se pueden ver obras de Patricio Larrambebere, uno de los artistas visuales favoritos de Un Correo de Esteban Schmidt. De miércoles a sábados y de 16 a 20 en Juan Ramirez de Velasco 1408.
Este es el adelanto del libro de Martín Caparrós.
Aquí aparece reseñado mi whiskey favorito. Y sigan al reseñador en Instagram, ¡es muy bueno!
Cualquier cosa que comente es nimia al lado de este texto. No nos conocemos. Pero te abrazo.
Esteban, seguimos tu correo desde hace un año, con la expectativa alta en cada entrega. Es domingo a la mañana, estamos con mi señora tomando mate, leyendo un párrafo cada uno. Acá terminamos, llorando hermosamente. Qué texto maestro. Gracias. Da fuerza y saca miedos tu texto. Abrazo