Fui al Planetario una vez, de grande. Un sábado cualquiera en los dosmiles. Sin hijos, los sábados están, o estaban para mí, que no soy la medida de nada, hechos de goma, de silencio, de soledad, más que nada tomando en cuenta el reverso de gran acompañamiento y barullo que es ponerse una familia y criar niños pequeños. Me senté en una de las butacas que apuntan al cielo raso y la proyección era un viaje a las profundidades o extremidades conocidas del universo, con sus galaxias más famosas. Un locutor en off acompañaba las imágenes, típico, y, a poco de iniciar, como a diez millones de años luz ya, dice: el universo tiene una inmensidad de espanto. Atípico.
Yo, que ya trabajaba de escribir, escuchar atribuirle espanto a la inmensidad del espacio sabiendo que eso sería registrado por miles de niños que pasan por año por el Planetario a aprender sobre el cosmos me conmovió especialmente. No es que hay muchas estrellitas, y posibilidades, y los simpáticos anillos de saturno, sino que algo tan inmenso e impensable, es simplemente un espanto. No me paré a aplaudir porque la locura es exactamente eso, romperle las guindas a los demás con algo que es una emergencia emocional de uno y nadie más. Pero podría haber sido yo ese niño sacudido, para bien y para siempre, con la sentencia inesperada y me puse feliz por él.
A los 13 o 14 años volvía del Mariano Acosta, mi secundario, a mediodía, y miraba la serie Dallas mientras almorzaba. En uno de los capítulos, Victoria Principal está haciendo la plancha en la pile de la super mansión, su torso juvenil apuntando al espanto inmenso del cielo celeste y Larry Hagman, su cuñado en la ficción, dice, al mirarla, simplemente: “Boyas” y me cambió la vida. Con el lenguaje separás a las cosas de su representación. No armé el concepto así, pero fue lo que me quedó.
Leonardo Moledo dirigía el Planetario de Buenos Aires cuando yo fui a ver aquella función. Y estimo que estuvo detrás de aquel texto. O porque lo escribió, o porque lo aprobó. Porque le pareció bien decirle a los niñitos de las escuelas que el espacio exterior tiene una inmensidad de espanto.
Conocí a Moledo en el diario Página/12, el breve tiempo que trabajé allí, entre el 95 y el 98. Era medio actor y ponía cara de gravedad a cosas que no la tenían para nada, y gesto divertido a lo que sí, por lo que atribuirle lo del espanto para la inmensidad, le cuadraba perfecto. Era un genio y fue un lujo ser su compañero. Dirigía el suplemento Futuro al mismo tiempo que Juan Forn dirigía el Radar. En ese momento, por supuesto, no valoré lo suficiente mi simultaneidad con ellos. Moledo está en el cielo desde 2014. Murió a los 67 años, antes de cruzar la línea media de la expectativa de vida, pero, bueno, fumaba mucho.
Entre todo lo que olvidé, de todo lo que escuché, y de todo lo que vi y no podría volver a reconstruir ni en sueños, no pude olvidar las boyas que vio Hagman, ni la inmensidad de espanto que definió Moledo para el cosmos. El primero me afirmó como un heterosexual dado a lo semiótica. La segunda fijación la atribuyo a mi pata existencialista que tiende a anotar con más facilidad los datos que revelan que uno es una cagada, una nada, que aquellos hechos o frases creativas que eluden la insignificancia y exageran con las misiones de los hombres.
Pero, ojo, capaz que no del todo, porque tampoco pude olvidar la frase de un dirigente del PI (Partido Intransigente) que dijo algo así como “va a ser difícil y hermoso” para prologar, en un discurso callejero, el largo ciclo democrático que se iba a iniciar en 1983. Le pregunté a mi viejo amigo Ernesto Semán, con quien la frase fue y vino un millón de veces de forma irónica, si podía recordar hoy en pleno siglo 21 quién la había dicho en pleno siglo 20, y no, me dijo que del PI solo se acuerda de las minas. Pero que iba a preguntar a su grupo de Whatsapp del PI y allí se especuló anteayer con que pudo haber sido Nicéforo Castellanos o Titi Renovales. Después de un rato alguien exhumó el nombre de Carlitos Rodríguez y hubo un acuerdo definitivo sobre que fue él quien clavó aquella flecha en el aire.
Estoy seguro que el tema de Carlitos no era sólo la democracia, el Congreso y las elecciones, como un circuito a repetirse, la calesita radical, sino a lo que la democracia traería como consecuencia, reparación, y, eventualmente, un cambio en el régimen de propiedad, dado que la militancia política podría actuar libremente para convencer a muchos sobre una creencia de pocos.
El PI me quedaba un poco lejos a los 15 años, era un partido atractivo pero como para especialistas, un spin off de los años montoneros; yo era radical, alfonsinista, calesitero, donde la mayoría éramos amateurs, primera generación de atrapados por la política. Pero esa frase, en joda o no, se me pegó: la emoción (de la reparación) que gatilla lo hermoso combinado con el compromiso por lo difícil de ser parte de una aventura colectiva.
Naturalmente que fue todo todo al pedo desde el minuto cero. La distancia con la rosca verdadera fue siempre sideral, y ser contemporáneo de una crisis total y global de sentido para la humanidad me hizo girar demasiado tiempo en redondo y haciendo capoeira con los profesionales que eran completamente inmunes a la crisis de sentido. ¡Qué sentido!, ¡fotocopias! ¡ts, ts, ts! Miles de fotocopias. Los que se acercaron más, compraron los mimeógrafos para vender los apuntes del CBC, mientras los boludos nos compramos los libritos. Tout est pardonné. Atribuyo esa pulsión neurótica, el no darse por convencido, a la falta de padre.
Mi padre vive, pero tiene alzheimer, uhh, pero antes fue toda la vida alguien con asperger, o como con asperger, porque la neurodiversidad es como la ruta 40. Mi papá dio poco, se lo esperó mucho, consecuencia de ignorar su trastorno: hace 40 años un papá así era un papá ocupado. Al menos tuvo durante muchos años una pila de libros en su mesa de luz que constituyeron un faro, algo de luz y de ley. Libros en español, inglés y alemán. Una cultura insólita si se piensa que era oficial de la Policía Federal donde no pedían tanto, pero gracias a su como asperger también era experto en computación, en ceros y unos, lo cual lo salvó de la calle, de la muerte, y de matar, y le permitió ganar dinero extra vendiendo programación a otros patrones. Los libros, como el ajedrez por correspondencia, fueron los otros batitubos por los que escapaba al contacto humano real y comprometido.
En esa distancia espantosa entre esperar para amar y aprender a odiar a un padre también se puede hacer un escritor, uno se habla, se habla. Al final de cada día, de cada semana, de cada año, me decía a mi mismo algo así como: no me quiero resentir.
Con mi papá también: Todo está perdonado.
Desde que no lo miro como lo miraba, ni lo espero, como lo esperaba, él me ve con otros ojos, y me pregunta si estoy bien de plata, y me vuelve a preguntar si estoy bien de plata, y así toda la tarde, hasta que cae el sol y allí dice que es un especialista en la luna y mira el cielo y puede decir exacto por donde va a salir hoy, y acierta. En fin. Haber convivido con la locura tanto tiempo, haberla mamado, duele, pero enseña, y sirve, si se lo usa y no va a la cuenta de una amargura profunda.
Ahora, el padre soy yo.
Mi hija Amparo de 4 años me dice que no quiere que me muera ni siquiera cuando ella sea adulta.
Pero un día me voy a ir al cielo, mi amor, y ese día me tenés que dejar ir.
Síiii, claaaro, me dice. Ella es muy actriz, y cambia de ángulo y me pregunta qué hay detrás del cielo. Como es muy pronto para decirle una inmensidad de espanto, le respondo con ideas reconocibles: muchos juguetes tirados, y papás haciendo asados. A los chicos hay que decirles siempre la inverdad.
Simón, de seis, ya tiene más tiempo con la idea de mi muerte sobrevolando. Pero igual hace cuentas todos los días. Si tenés 55 y yo tengo 6, cuando vos tengas la edad de la gente que se muere, ¿cuántos años voy a tener? No hagamos cuentas, le dije hace un año, vos fijate si subo las escalera de dos en dos. Y me mira hacerlo desde entonces.
Ya termino.
Alguna vez seguí con la vista a Adolfo Aristarain que caminaba por la avenida Santa Fe con sus hombros adelantados y caídos de siempre. Los años 90, sin duda, porque yo iba a Sociales que estaba a tres cuadras. ¡Era Aristarain! Que paró en un quiosco de diarios próximo a la entrada del viejo edificio de Radio del Plata, próximo a La Gata Alegría, la pizzería del Pato Pastoriza (también en el cielo), y veo que compra la revista de cine El Amante, sin duda una de las mejores revistas argentinas del último medio siglo y no da dos pasos que se para a leerla en la calle, ansioso, concentrado. Me hizo acordar a cuando yo iba a buscar El Gráfico los lunes a la noche a Acoyte y Rivadavia y me quedaba en la misma situación, petrificado en la calle, empujado por los peatones. Uno de los mejores directores de cine argentino vivos, entonces, y ahora, leía de parado una revista escrita por un grupo de locos que escribían lo que se les cantaba y sobre lo que verdaderamente les gustaba. Así se me representa siempre el acto de leer lo que te interesa, como algo que no puede esperar. Y más que eso, así interpreto el acto de escribir, como algo que debe aspirar a suspender cualquier otro movimiento, cualquier otra voluntad, del que se puso a leernos.
Si hoy no lo logré, espero lograrlo la próxima. Nos leemos el viernes.
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Conseguiste suspender cualquier otro movimiento, cualquier otra voluntad, de ésta que se puso a leerte.
Aristarain en sus películas siempre metía un galán con gabardina clara. Que trip El Grafico. Yo me iba enseguida a los puntajes de la fecha de mi equipo. Gatti un 9! Uuu