Todos tus muertos
Conocí gente que no se había muerto nunca y que luego se murió. A otra gente no la conocí, pero les tocó pasar por la misma penosa circunstancia.
Los pulpos muertos que colgaban de la vidriera del restaurante Arturito forman parte de mi stock de memoria porteña. Qué pasó con este país que ya no hay más pulpos muertos colgando, a la calle, como una obra de arte oceánica, en salmuera. Algo pasó. Arturito estaba pegado al edificio en que vivía mi abuela Antonia y su medio hermano Basilio, mi tío Basilio, en la avenida Corrientes. Mi abuela me llevaba a comer con su jubilación mínima al Palacio de la Papa Frita, después del cine Los Ángeles. Vida normal. Con Basilio caminábamos de Cerrito a Callao deteniéndonos en los teatros para ver las fotos tamaño puerta de los actores conocidos, los desconocidos y de las compañeras bailarinas, la sal de la vida.
El tío había nacido en 1904, por lo tanto ya conocía a mucha gente, promediando los años setenta, y saludaba cabeceando a los que le resultaban familiares; cierta vez a Osvaldo Miranda que le dijo: eh, cómo anda e hizo el gesto de sacarse un poco el sombrero. Junto a él aprendí muchas cosas, naturalmente, fueron muchas horas, muchos días, muchos años hasta que murió, pero creo que lo primero fue detectar el ruido que hace un hombre por dentro cuando está a punto de ser acusado por una mujer y toda la amargura que se cocina en el proceso de recibir un reproche por algo que nadie podría adivinar.
Sufría Basilio por tener que dar explicaciones a su hermana, mi abuela, la madre de mi madre, por una demora, por un olvido, por no escuchar; en la versión larga entiendo que éramos un buen equipo. Era la época en que las mujeres cocinaban y los hombres llevaban cosas pesadas, los hombres no hacían aún las dos cosas. Y fue una buena época para crecer, reconociendo y respetando la diversidad de los seres humanos. La escuela pública era un espacio policlasista, la calle Lavalle también, y las mamás no eran helicópteros sobre los niños impidiéndoles conocer qué hay más allá de sus coronillas, sino mujeres confiadas en la providencia y entregadas al destino.
Cierta vez, el chofer de la camioneta del jardín de Infantes, un ex boxeador, me pasó a buscar para llevarme a conocer el Luna Park, un sábado a la mañana en el horario en que muchos recientes colegas suyos entrenaban. Se ve que no había ningún problema para que una madre le confiara su hijo a un señor al que apenas conocía para que lo llevara a un lugar donde había otros señores que esquivaban sopapos. Ahí vi hacer bolsa, hacer soga, y hacer sombra. El que me llevó, recuerdo clarito, saludaba a los que entrenaban y les decía algo así como me traje al pendejo, como fomentando el equívoco de que yo podía ser su hijo, por lo que a su modo entrenaba su eventual paternidad o hacía la voz del padre que le faltó.
Cuando murió mi tío Basilio, todos nuestros años en la avenida Corrientes juntos, todos los años en la avenida Colón de Mar del Plata, toda la rambla hasta Punta Iglesias, todos los capítulos de Curro Jiménez, todo el cine de superacción se quedaron conmigo, como viejos apuntes, como boyas que separan dónde me hundo y dónde floto, y que me protegen de la publicidad municipal, y de los delincuentes que te enseñan a vivir por televisión, por Instagram.
Recibí el llamado del hospital Durand una mañana de marzo de 1983, antes de que empiecen las clases. Pidieron por un adulto. Le dije que lo más grande disponible en casa era yo, que tenía 15 años, y que me cuente nomás. Llamé a mi madre, después, a su trabajo en Sanidad Escolar. Que me dijo: ¿murió tío? Por la tarde, el velorio había arrancado. No quise ver el cuerpo, inducido por mi abuela, para que lo recuerde como era. Mi papá me insistió mucho para que sí pase a verlo pero no estaban de su parte ni el afán educativo ni la perspectiva de un abrazo ante un eventual espanto, sino que lo acompañe a inspeccionar, como algo del campo, una diagonal de amor que no tomé. Mi padre fue asperger hasta tener alzheimer, y conseguir la doble corona alemana. Mi mamá no se expidió. Fui con ella a comprar el arreglo floral.
El florista preguntó:
¿nombre del muerto?
Hablaba de mi querido tío Basilio.
Y él ¿cómo está?, le pregunté a mi mamá, buscando alguna palabra que me dé coraje para pasar a la sala y verlo en la caja, dormido.
Cómo querés que esté, muerto.
La pedagogía de los hunos.
A la mañana siguiente, lo enterramos en la Chacarita, y mi papá acompañó las paladas salvajes de los empleados del cementerio empujando la tierra con sus zapatos, como tapando un hormiguero enorme. Fue en 1983, yo estaba en tercer año y, por esta circunstancia más mi sobrepolitización, me llevé siete materias. La escuela se había terminado técnicamente ese año para mí. Ya era un Lorenzo Miguel de 50 kilos, un capitán de 15 años.
La muerte de Alfonsín me agarró en mi casa, tanto después, con una novia muy joven que no captó con claridad mi repentina emoción. Lloré entonces con mi mamá por teléfono. Al día siguiente, vi el velorio en el televisor de Always, el gimnasio más popular de Palermo Viejo. Hacía entrenamiento intervalado en la cinta con mi personal trainer de entonces, Gregorio, y contemplaba la presentación del cuerpo del ex presidente. En la tevé se veía al marciano Moreau como primer guardián de honor espantando a quienes querían tocar el cadáver, para que dure. Le pregunté a Gregorio:
¿Cómo te gustaría morir?
Saliendo del mar, con el pecho hinchado de aire, de cara al sol.
Vuelvo para atrás: años antes la muerte se presentaba de manera menos romántica aunque no menos espectacular. Fue cuando pusieron la famosa bomba en el comedor de Seguridad Federal en el departamento de Policía de la calle Moreno, donde trabajaba mi papá, pero donde al menos no almorzaba. Fue en julio de 1976. El periodista Rodolfo Walsh, transformado en oficial de inteligencia de la organización Montoneros, reclutó a quien puso el explosivo y fue quien dirigió la operación que mató a 23 personas. La dictadura militar hizo un desfile de autos fúnebres con los ataúdes y los deudos, en una tarde de lluvia, que cubrió muchas avenidas de la ciudad, como un carnaval al revés, y que buscaba apalancar la represión ilegal que ya llevaba al menos dos años pero que se profundizó y extendió desde entonces.
Uno de los asesinados era un oficial Inspector de la policía cuyo hijo iba al Mariano Acosta, un grado por encima del mío, y de nombre Ezequiel. Viajábamos juntos todos los días en el mismo transporte escolar. Por lo tanto, cuando pasaron algunos días, y el niño retomó la rutina escolar, y su madre, la viuda, lo subió a la camioneta, le toqué la mano en la madrugada y lo miré fijo todo el viaje tratando de encontrar cómo se marcaba en la cara la muerte de un padre.
Durante muchos años, hasta que mi papá no ponía la llave en la cerradura yo no me podía dormir.
Mis padres hoy están nocaut. Mi madre se que ve que tuvo alguna leve lesión isquémica que le afecta un poco el habla, que además se angosta, con su pereza para ajustar la dentadura y ponérsela. Y yo soy hipoacúsico. Así que los diálogos en persona son de locos y por teléfono... Un arte envejecer. Lo muy malo de pasarse la vida quejándose es que cuando llegan las verdaderas razones ya no dan ganas de oirlas.
De todos modos, tuvimos una conversación bastante real, en persona, hace un par de meses, donde le hablé de corrido, como el profesor que también soy, y parecí dejarla conforme, hasta feliz.
Mirá mami, vos estás ahora, disminuida, débil, floja, como yo lo voy a estar alguna vez, como otros miles de millones ya lo estuvieron antes. Ya no estás para enseñarme cosas, pero eventualmente te estás adelantando a mí en el cierre de una vida larga, en la que gozaste de gran salud y de la que puede desprenderse una didáctica. Pero cuál es la didáctica. Si vengo con los chicos y estás quejándote de entrada, de salida y en el medio, qué les estamos transmitiendo. Vos sabías que la vida tiene ésta pendiente. No es una sorpresa que envejecemos. De hecho me recordás tu finitud desde que yo era una criatura. Qué podemos hacer, qué vamos a hacer.
Horas después me hizo un llamado destemplado con acusaciones de abandono.
Es que en verdad pasa la mayor parte del tiempo sola. Las amigas con las que hablaba por teléfono se fueron muriendo. Las personas en quienes confió para que la acompañaran después de una cirugía de cadera la fueron robando.
Solo le queda responderle a mi padre su pregunta de cada día
¿Quién es Beatriz?
Beatriz soy yo, Pa.
Mi padre, lo que pierde de memoria y de registro, lo gana de impunidad. Y le habla en dialecto ruso alemán a la panadera, al colectivero, pide moneditas por la calle, después las rechaza. Habrá que decidir pronto qué se hace con él.
Ya termino.
Me da gran tranquilidad saber que alguien recibió la unción de los enfermos antes de morir, que se le hace una oración antes del entierro. Poder decir, poder escribir: que brille para él, para ella, para todos los compañeros, la luz que no tiene fin.
Estos ladrillos del color de la pampa húmeda que ven abajo ayudan a hacer viable este proyecto. Claro, siempre alguien puede suponer que hay otro colaborando, pero qué pasa cuando ese otro piensa lo mismo.
Es genial leerte.
Muy Bueno Esteban, casi te diría que por momento me imaginaba el relato como una película cómica/dramática.
Podrías escribir guiones tranquilamente! abrazo
pd: ah ya me suscribi!