Un sábado de septiembre de 2011 se presentó en la Biblioteca Nacional el libro El Niño del Año, escrito por uno de los hombres del siglo, el politólogo salteño, Franco Victorio Rinaldi. Horacio González, director del citado nosocomio, junto a Fabián Casas, fue uno de los presentadores, en un típico gesto, de ambos, de no atender el algoritmo jerárquico y detenerse en algo especial que no salta a la vista.
Yo conocía a Horacio de la Facultad de Ciencias Sociales, de Marcelo T. donde estudié durante muchos años, pero poco, y donde también trabajé poco pero, al menos, dos años. Me inventé un cargo de director de la videoteca de la Facultad durante la gestión del difícil de empardar Juan Carlos Portantiero.
Con González (y Eduardo Rinesi, su querido Watson) organizamos ciclos de cine en un salón de la planta baja donde yo acumulaba VHS de pelis clásicas, y de izquierda, y latinoamericanas raras. Lo esperable, por el lugar y la época. Él era un profesor carismático, muy querido por los alumnos, aunque normalmente desestimado por los docentes más apegados al método científico. Su materia era Pensamiento Social Latinoamericano, por lo tanto, cuánto daño podía hacerle su naturaleza impresionista y la colección de anécdotas a la creación de conocimiento. Con libertad de cátedra hay felicidad para todos.
En los ciclos pasábamos películas de Glauber Rocha, de Hugo Santiago, de David Kohon. Las citas eran los sábados y, aunque había poca concurrencia, venía gente espectacular como David Viñas a hacer una especie de cine debate. David había hecho una interesante curva de gran escritor y profesor a señor muy malhumorado -tenía duras razones-, fanatizado con revelar las estupideces clasistas del diario La Nación, y a quien había que leer y escuchar con subtítulos porque mucho no se le entendía, aunque lo crucial e inolvidable era la forma. David usaba un simpático bigotazo blanco y cuando reflexionaba hacía algo como po po po po con la boca, como si se tratara de un pez fuera del agua pero más bien sonaba como un gallo acabando. Las rarezas zoológicas de un legítimo argentino.
Con Horacio, antes y después del cine debate, y durante la semana, nos juntábamos con otros alumnos a tomar café en La Giralda, en la esquina de Uriburu, la época en que los profes aún podían costearse un tostado. Habrán sido dos años nomás de esta intensidad. Luego pasé muchos sin verlo, ese desierto de tiempo que se arma cuando uno se mata trabajando para abrirse paso y sale a la calle y pasaron siete años, y lo reencontré para entrevistarlo en una radio apenas fue designado director de la Biblioteca, después de aquel llamado del presidente Kirchner que atendió su mujer Liliana Herrero, que no creyó quién era, déjese de joder, señor, pero que fue tan real que marcó en su biografía el hito del intelectual marginal tentado por el diablo.
El día de la presentación del libro de Franco, seis años después, fue un segundo reencuentro y me abrazó, droga para un niño con padre ausente, y caminamos desde el cafecito de la plaza de la Biblioteca hasta el salón de la presentación, donde diez años después él mismo sería velado, y me preguntó en qué andaba. Le dije que básicamente me las arreglaba dando clases, talleres de escritura. Y me dijo, “ah, algo que parece noble”.
En ese tiempo yo tenía seis talleres corriendo en paralelo, de lunes a sábado, por lo que los restos diurnos de la práctica eran como la bola de hierro negra que llevaban los presos cuando los sacaban a trabajar al aire libre. Las clases, los alumnos, lo que había que leer, lo que había que comentar, dejaban que me mueva hasta ahí.
Era sacrificado, difícil, no siempre hermoso. Ante el primer timbrazo, antes de las siete de la tarde, hora de inicio, podía perfectamente gritar: “¡es a las siete, hijo de puta!”.
Que la actividad pareciera noble y no verdaderamente noble le rebajaba un montón de barba a mi rabinato escolar, y esto fue un gran alivio, y me enseñó a tomármelo un poco menos en serio: si no era noble, bueno… Y me abrió una nueva puerta para observar algo que me incomodaba de una manera profunda: algo que puedo llamar acá mismo con total impunidad académica “paradoja áulica”. Que para que funcione el taller y los alumnos den un claro paso adelante, la transferencia es obligatoria, porque esa transferencia encarama al docente, crea en el alumno la necesidad de escuchar qué me va a decir… entendible, pero esa asimetría hace diez años me volvía loco, me creaba mucha incomodidad. Podía hablar criteriosamente de lo que leía, sí, pero esos versículos que me salían con fluidez me ponían en un lugar donde no quería estar. Para noble, demasiado afectado.
Lo resolví como pude, desarmando grupos que me incomodaban, rearmando, volviendo a empezar, dejando la docencia algunos años, pero poco me ordenó el balero tanto como tener hijos y dirigir completamente mi paternalismo a las criaturas, sin subrogaciones.
En un taller de escritura se lee y se habla de lo que los participantes escriben en sus escritorios o bares, siguiendo algunas consignas iniciales del docente. Esas consignas son el disparador para que el alumno abra su inconsciente, deje salir lo mejor de lo peor, lo peor de lo mejor, que si escribe bien y lo felicitan, escriba mal, que si escribe mal haga un esfuerzo por ajustar oración por oración, idea por idea, lo que quiere decir, y que todos hagan parir las líneas de diálogo que mantienen con su niño asustado, con su propio adulto angustiado, chiquito, megalómano, loco; con el que va a morir un día, con lo que no se perdona; en suma, todo lo enrollado en la mente, verdadero y falso, que se desenrolla en los sueños y muy pocas veces en la vida de los átomos, con otros, donde el lenguaje queda a merced de los diseños comunicativos, de las obligaciones, la obediencia y los lugares comunes.
Siempre supe que éste era el trabajo, no que salieran escritores necesariamente, sino personas que escalaran en su nivel de verdad y belleza, por escrito, y por efecto de lo escrito.
El trabajo docente me confronta todos los días con la idea de hacer una bondad que sirva para algo.
FIN
querido esteban, antes de hablar quesería decirle una cuestión, puede ser que la foto de patrick duffy y vivtoria principal haya sido usada mas de una vez ...? para confusión de los que solo miramos de reojo los títulos mientras nos obnubilamos x las bellas boyas de victoria ?