Sustantivistas contra adjetivistas
Después de los suplementos literarios llegó la nada al campo cultural. Nadie quiere quilombo. Extras que valen la pena.
Está muy corta la conversación cultural en Argentina, todo reducido a que la gente de las artes hable nada más que de política. No es nuevo para nada. Ahora es la fase Milei que, por las características del individuo y sus acciones extremas, justifica todo aún más, pero no hay a la vista rivalidades pictóricas, musicales, literarias. Y no es que falten artistas con personalidad. Los músicos colaboran entre sí, eso parece bueno, ¿pero lo es? Los talentosos y sofisticados se abrazan a los populares del chingui chingui en sociedades donde se apalancan entre sí para ganar dinero y mercado, unos, y legitimidad, los otros, que no se repare en su falta de equipamiento intelectual. Los escritores se sostienen en camarillas articuladas por valores compartidos, muy emocionales con la política, hasta en Instagram, a veces de verdad y a veces porque es la forma de estar en el gremio. Y se expiden sobre los temas del Boletín Oficial, los cuales dominan de lejos, por sus sombras, y poco y nada sobre lo que los otros colegas hacen que es sobre lo que podrían tener muchas más ideas. Se maneja la total indiferencia sobre aquello que disgusta, avergüenza e incluso se admira dentro del propio campo. Nadie se quiere mostrar deseando al indeseable.
Los suplementos literarios están muertos, no eran una cosa de locos pero seguramente se pagaban hasta hace no muchos años artículos que exprimían críticamente las novedades literarias o las conversiones de los artistas. Sin los suplementos queda sólo Internet que es completamente mosaical, todo vale uno y nada, por mejor presentados que estén los productos, no representan lo suficiente para canonizar o descanonizar, alzar, sostener, hundir. No quedan, entonces, espacios donde se tramite algún debate que esté vivo en el campo del arte o donde al menos se lo invente con la fuerza del editor periodístico que quiere mantener competitiva y viva su plataforma; sólo sobreviven los brochures, el fomento cultural en redes, notitas, reseñas, o las fúnebres donde se destacan las partidas de muchos aquellos que fueron perfectamente ignorados mientras vivieron.
La novedad de esta ausencia afecta la gracia de los escritores y el aventurerismo de los editores porque sin diferencias en el campo del arte sólo quedan dos partidos, el oficial y el hereje. Con un mercado chico, el partido oficial tiene pocos miembros en actividad y muchos aspirantes, todos enrolados en el cristinismo state of mind, y el partido de los herejes que sabe que su única chance es ir por la banquina, aunque con rigor, hasta ser rescatado vivo o muerto, o que cambie la onda. Para los más jóvenes la diferencia entre encajar o no encajar es la diferencia entre poder circular o funcionar socialmente como escritor o no. ¿Cuánta ignorancia puede tolerar una persona que ha desarrollado la habilidad para contar una historia verdadera o falsa cuando se ve que primero debe volverse una marca, participar de demostraciones políticas y desarrollar una maldad o un cinismo que le es infrecuente? Estoy seguro que queda literatura en el camino como consecuencia del achicamiento del espacio crítico y los que quedan en pie lo hacen por la fuerza de sus personalidades. El espacio en la góndola no se consigue exhibiendo el material sino exhibiéndose personalmente. Encuentra entonces que tiene que empezar a circular, tirar likes, ir a marchas, o asumir un gesto provocador como para poder entrar al sistema como aspirantes pero sin volverse una amenaza; canchero sin embestir vacas sagradas.
Tampoco hay más vida para la llamada bohemia, y la cadena de relaciones. ¿Se hacen aún lecturas? La gente ya no se junta a especular simplemente con unas empanadas y unas botellas de vino. Se calculan todas las carambolas; que haya niños para que jueguen los propios, o capital genético presente para tener unos. Las personas temen que el encuentro real arruine lo que funciona en la vida virtual. Por supuesto que tampoco sobra la guita como para gastarla en encuentros que no funcionen, pero tampoco hay tiempo porque se vive pendiente de las horas que se duerme por miedo a la hipertensión, a las enfermedades neurodegenerativas, que vienen con la privación del sueño, y a no estar listos, preparados, para la rutina del día siguiente. Viéndonos por Internet se pierden las sutilezas y sólo se cuentan las buenas, las amistades no crecen, pero las enemistades tampoco decrecen por el roce. Así que la mala onda puede durar una eternidad.
Por mi especialización como tallerista de escritura, veinte años en la ruta, me encuentro cada año con autores que perfectamente podrían publicar lo que hacen pero que, naturalmente, si siguen el caminito de mandar sus manuscritos a editoriales se encuentran con que lo que hacen no interesa, porque no está de moda, porque, generalizando, la persona que lee profesionalmente para las editoriales tiene poco margen para arriesgar, funciona muchas veces como el escribano de lo preconcebido. Y porque la persona que escribió simplemente no existe. Juan López o Juana Sosa no existen, son un mail con un adjunto, no vienen recomendados, no tienen apellidos atrapantes, que remitan a algo valioso, no vienen de los diarios, de los portales, de los blogs. Claro, cuando uno se encuentra con estas personas que tienen gracia por escrito uno se ve tentado a recomendar que hagan monerías, estupideces, para poder entrar en circulación. Pero se necesitan más melancólicos.
Hace pocos días, la escritora Camila Sosa Villada pidió que las editoriales bajen el precio de los libros, porque si están muy caros, a una escritora que, como ella, está en ascenso entre los escritores en español, ganando mercado, se les corta el vuelo y la alejan de los potenciales lectores que no los pueden pagar. Al fin un poco de quilombo. Desde su lugar el razonamiento suena bien, acepta ganar menos de la miseria que finalmente gana un autor, aunque esté funcionando, pero pide que le den más alcance, que la están leyendo, que se aproveche la oportunidad. Pero hay otros eslabones desde el cual razonarlo. Las editoriales y las librerías son una actividad comercial noble y digna y forman una cadena donde todos trabajan y todos ganan merecidamente un porcentaje.
En el debate, de inevitable suma cero porque todos tienen razón, y que se dio desprolijamente en las redes sociales, con ofensas, bloqueos y duras acusaciones de funcionalidad con el mileismo, apareció la cuestión del escritor como trabajador. Hay incluso un sindicato. Ellos tienen la habilidad de administrar adjetivos y comas con cierta gracia pero hay un pueblo con hambre. No la dejan ahí. Nos ganamos los pesitos escribiendo, qué somos sino proletarios.
Tengo para mí que el escritor, aunque se ponga sus chanclas y la remera de algodón para escribir cada mañana, con método y repetición, no debe ser visto como un trabajador sino como alguien que le roba tiempo a la vida, a la supervivencia, para hacer sus composiciones, y que estas son parte de una devolución preciosa que la humanidad le hace a la humanidad por luchar, por inventar, por sobrevivir. Luego, cada artista tiene sus cositas, sus tiempos y, además, la vida es larga, el escritor va a marchas, se emplea en publicidad, en política o televisión, se pone una familia, se hace el pistola o la víctima, eso hace a su biografía, y a proveerse de material para su trabajo, pero la asunción de que cumple una función en el campo laboral espanta lectores que buscan sujetos hechizados, médiums con el altísimo, reveladores del misterio de la vida. El escritor sindical arruina la sorpresa.
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En enero de 2010 este artículo de Alejandro Rubio sobre una novela de Rodrigo Fresán. Rubio murió hace unos días y así lo recuerda Martín Rodríguez.
Sobre cómo se escriben los sueños, veníamos de ahí la semana pasada, este artículo de Pablo Flores.