Sexo y Proceso, el musical
Hoy, 24 de marzo, Ángeles Salvador cumpliría 51 años. Mientras terminaba lo que van a leer, su espíritu me acompañó y ayudó a terminar en la soledad del quincho. A su memoria.
La mejor época de la patria fueron los últimos años de la década del sesenta cuando se dio la mejor combinación de salario y empleo de la historia argentina y fuimos, por ello, gente tremendamente afortunada que no sólo exportábamos carne, granos y energía sino que fabricábamos autos y barcos y nacieron los Les Luthiers, el Di Tella, los happenings y los café concerts. Además había grupos guerrilleros que hacían sus campings en el interior, cristianos ponebombas enojados con Rockefeller, con los supermercados, con las góndolas del mal, todo lo cual daba una pátina de último grito de la moda a ese presente. No fue una locura de libertades democráticas, no; no fue una cosa que digamos esta hinchada está loca de ganas de votar, oooooo, pero buen, como muestran las fotos de la época, la gente se vestía de cualquier manera, iba al cine, cuando salía del cine cenaba afuera y, no contentos con ello, se compraban uno o dos libros que, además, leían; si trabajaban poco ganaban bien y si trabajaban mucho ganaban un montón, ahorraban, se iban de vacaciones, descubrieron Buzios, los que hoy nos permite a muchos decir con honra, los argentinos descubrimos Buzios.
En esos años, hubo un psicoanalista famoso que creía, y que vendía, que coger mucho y ganar mucha plata eran marcadores de buena salud mental. Y él, que ya había hecho su fiesta del millón de dólares en Punta del Este, también era un depredador sexual sin restricciones, o sea que hacía lo que vendía, y así fue que en ese frenesí se cogió a la hija de un colega, lo que supuso romper un código de vestuario entre analistas.
Cuando el padre de la joven se enteró se subió loco a su Chevrolet 400, chapa de provincia recién estrenado, y lo aceleró, cometiendo todo tipo de imprudencias para no perder la ebriedad del enojo, hasta que frenó coleando y lo estacionó torcido contra la baranda que divide el Club del Golf de Punta del resto de los lotes, y se bajó con un putt de madera. Lo tomó por su grip con las dos manos y avanzó hacia la confitería del club con los ojos encendidos hasta que dio muy pronto con el colega, y viejo amigo, a quien esta vez saludó con un hijo de puta emocionado para luego tirarle un palazo que le abrió la cabeza bien cerca de la oreja.
El golfista accidental se fue realizado, el resto de los socios, plateístas de esta venganza, se quedaron parados, eufóricos, y el creador de la fórmula de la felicidad terapéutica rechazó las curaciones inmediatas que le ofrecieron, con un ademán ingrato, y prefirió partir sangrante a su casa donde un rato después se lo recuerda echado en el sillón de cuero negro de su amplísimo living con un parche de gasa en la cabeza y junto a su señora esposa quien le acercó todo el hielo envuelto en un repasador que hizo falta para bajar la hinchazón y devolverle la integridad.
Lo que me gusta de la anécdota es que, además de cierta, me la contó un psicoanalista amigo, hoy octogenario, a quien quiero mucho, que se llama Blas de Santos, y que venía bien, venía bien, y pum, se puso mal hace unos días. Hay que hablar con la gente. Hace diez años, Blas me hinchó con el tema de la paternidad y me dijo algo importante: ¿te la vas a perder? Hace mucho menos tiempo, cuando supo que esa frase había sido crucial para volverme padre me dijo: un día te tengo que avivar sobre lo que es volverte grande. O quiso decir viejo. La velocidad de la vida pasma y mientras espero que se recupere y me lo cuente, sin esforzarme demasiado regreso a los pasados que me hicieron hombre y que asocian la sexualidad menos con la salud que con un caballo loco.
Mis primeras ideas de las personas y de la vida en sociedad se fraguaron en la cola de la fábrica de pastas La Porteñita, en Acoyte y Aranguren. Así como me tomaba el colectivo solo a los nueve años, o iba al Banco Shaw un lunes después de mediodía a pagar servicios, o a la financiera Tutelar a renovar plazos fijos, todo con menos de doce años, también compraba pasta los domingos para toda la familia. Ser el hijo mayor tenía estos extras que de ninguna manera desentonaban mucho entonces y a los que estoy agradecido.
Mucha gente se reunía en La Porteñita los domingos a comprar canelones, gerentes de Ford, directores de escuela, o Fernando Nadra, secretario general del PC, uno de los vecinos más caracterizados, en esperas largas, con el numerito en la mano. El trámite era casi todo lo que se podía y se puede esperar de la humanidad: la mercadería era excelente, el trato de los vendedores era respetuoso y dedicado, nunca en diez años haciendo esa cola vi una conversación crispada, nunca una duda con un cambio, nada siquiera del campo del error. Un mundo perfecto. Las personas todavía no me parecían insufribles sino bestias a conocer, clasificar y querer. Y en la tele del proceso se veían más minas que en la de Alberto Fernández.
Pasado el mundial ‘78, para simplificar el tiempo del que hablamos, los diez mandamientos iban a transformarse en tres: cogerás todo lo que puedas, zafarás con la guita, perseguirás la manija, porque con la manija zafás con la guita y cogés bastante. Ideas gaseosas habitando a una criatura que ya tomaba nota de los minones que aparecían en la tele y de las figuras masculinas en condiciones de encarnarlas.
Si le hacemos zoom a la cabecita infantil veo en la primera fila a argentinos de bien como el Facha Martel, un actor secundario de la troupe cómica de Alberto Olmedo, que hacía papeles de galán, pero no de galán que enamora a las empleadas de una boutique como lo que le armó una carrera a Jorge Martínez, sino al galán caradura que se cogía a las minas más fuertes del mundo y gratis, enamorándolas o no.
Minones nacidas y criadas en Caballito o en Flores, dos barrios de clase media que hasta los años noventa podían ser territorio tanto de un importador de bananas como de un coronel o un delantero de San Lorenzo. Minas, entonces, que por lomo más que nada, y luego por una ambición que no necesariamente tenía que ver con matar el hambre --sino con una ambigüedad de señorita argentina, cenicienta bonaerense que se engancha milico en alza--, acercaban sus fotos a representantes y, al menos, lograban llamar la atención en sus casas, abrirse paso, y pasaban a constituir el plafond de minas fuertes por el que un adulto argentino debía matarse en una batalla muy desigual y en el escasísimo tiempo vital del que se dispone para poder boludear con este tema.
Sabemos que el Facha de la vida real siguió disciplinadamente al de la vida imaginaria y se fue comprometiendo la salud con la cocaína y el alcohol. Claro, de chico la foto del referente está congelada en su presente eterno de triunfo y autosatisfacción.
Son tres ideas. Es pintón pero, claro, qué carajo es pintón, porque todo es una suposición acerca de lo que pueden valorar las mujeres. Bueno, un tipo alto que sonreía, cuyas facciones eran europeas y las dimensiones estaban compensadas. Ni mucha ni poca frente, ni dientes encimados, ni dientes salidos, ojos de un color de piedra preciosa o de grano de café. En ese sentido siempre me resultó muy sorprendente escuchar acerca de lo pintón que era Lino Ventura, que era malhumorado y tremendamente narigón y la dentadura no era precisamente un piano.
La segunda idea, inducida por los guiones de Hugo Sofovich, claro está, es que las minas se lo quieren coger. Una idea romántica que prescinde del texto que cualquier mujer le pone a una relación, que es más multilaminar, que no excluye la metodología de la conquista, y que seguro incluye el deseo de castrarlo.
Y una tercera idea, que el tipo efectivamente se las coge y las domina. Una idea que no reconoce el trámite. El sexo, entonces, para un niño era una serie de preparativos de los que sólo se tenían su apariencia y su ulterioridad. Un chico veía a su padre poniéndose colonia, afeitándose o veía a su madre, depilándose con la gillete, pintándose los labios con el lápiz que guardaba en el alhajero. Punto. Los preparativos. Una madre semidesnuda yendo a preparar café, enojada, canturreando en señal de enojo, la frustración.
A la edad en que mis compañeros de escuela querían ser detectives, yo ya sabía que en las revistas aparecía un tipo llamado Philipe Junot que carneaba de lo lindo en Europa, o de otro que había completado un grand slam de minas llamado Roger Vadim.
Junot era de noche un hombre bronceado con traje color petróleo brillante, una corbata rayada y un Patek Phillipe en la muñeca, mientras que de día era un pecho sin bolsas de grasa en la panza, con una cadenita de oro que terminaba más en una medalla laica, que en un símbolo religioso y con Ray Ban negros, oscuros como el fondo del océano. Siempre saliendo del agua con una sonrisa y una mina al lado con dos mechones de pelo tapándole las tetas. No sonrientes, eran fotos robadas por lo tanto nadie estaba posando. Salían de un chapuzón, como se dice, y hay que ver en qué carajo pensás cuando salís del agua y estás en la Costa Azul y tenés recursos infinitos. Philipe era lo que se llamaba un playboy.
Pero nada, compañeros, podía superar en su efecto de capturar atención, morbo y envidia, como seguir la vida, la biografía entera de algunos personajes locales vivos como Guillermo Vilas que enamoró a Carolina de Mónaco en Tahití, --media humanidad vio esas fotos--, un demente grave, cuando aun no tenía el diagnóstico, un ego atormentado, pero que joda, joda, se volteó a una princesa cinco estrellas. Un argentino verdaderamente incomparable: ganó el Us Open, Australia, Roland Garros, Montecarlo, cien títulos más, y se cogió a una princesa. Para entendernos: es uno nuestro cogiéndose a uno de ellos en un resort con negritos de fondo pelando cocos y diez días después de haber recuperado las Islas Malvinas.
Lo mismo que el caso de Carlos Monzón, campeón de boxeo de peso mediano, once defensas del título, que tan bruto como era, y sin hablar francés, logró que Ursula Andress le hable al diputado.
Susana Giménez, su novia más famosa, muy parda, no me gustaba. Era un camión en esa época pero en esa infancia, supongo que hacía primar cuestiones realmente secundarias como una nariz en falsa escuadra para ponerla del lado de las feas. Cuestiones como caderas, culos, patas largas eran cosas, partes de la anatomía, a las que no tenía acceso, por supuesto, sino que escapaban por completo a mi valoración.
Vilas y Monzón volaban por Aerolíneas Argentinas, iban a reuniones con gerentes de Diportto, podían pisar un Chevy azul por Libertador o producir baldes de saliva ante un plato de ravioles de La Porteñita. ¡Eran ñatos de acá! Te los podías cruzar en el Luna Park o en el Lawn Tennis, o yendo por Córdoba, con pleno conocimiento de que la onda verde corta en Agüero, pero no se podía pretender emularlos, de ninguna manera.
Los dos eran casos de grandes sacrificios físicos y deportivos que tenían esta compensación de las putas más lindas del mundo. El Facha Martel quedaba mucho más cerca, el caradurismo, su ancho de espada, es una decisión. Hay que actuar, hay que desplegar un hombre público y participar de determinado entorno. Ahora, qué habilidad extra había que desarrollar para jugar en esa divisional de apretarle las tuercas a Susana Romero, a las bailarinas del Maipo, que estaban en esas fotos que ocupan toda la hoja de la puerta de vidrio de los teatros, eso no lo sabíamos del todo. Cuando sos chico, ves la foto fija, no ves los detalles ni la planificación de una personalidad o un personaje.
Con el paso del tiempo, el Facha, como cualquier otro cristiano, se puso viejo, lo que en su caso fue notorio, su decadencia estaba en la televisión, comentada, fue panelista de sus miserias, y doloroso porque se le veía en la jeta la pena profunda de su abandono y de su soledad. Lo que había sido un cabello bien armado con spray, negro y brillante, llegó a ser veinte piolines distribuidos en la cabeza como si le hubieran volcado un plato de fideos. Y se le constituyó una cara de resaca que no se le iba a ir ni tomando té verde en pajita durante diez años. Ni llegó, se fue al cielo en 2013. Alguna vez soñé con él de la siguiente manera: el Facha envuelto en un plástico gigante como los que usan los pintores para no manchar el suelo, arrodillado en el living de mi casa, y pidiendo clemencia.
Cuando la vida arranca no ves la curva, lógicamente. Brando envejeció hecho pelota, Monzón se hizo bolsa en la ruta en una de sus salidas con permiso de la cárcel, Vilas enloqueció desde el mismo momento que inventó el top spin hasta desarrollar un narcisismo que le impidió hablar como un par con cualquiera. Delon es el único que llegó a viejo pintón, como siempre, atento. Orientado hacia una forma de elitismo que implica una racionalidad, aunque sea cruel: la negación del distinto, tal vez de los más feos, que para Alain, estimamos, han de ser los árabes y los africanos. Ahora, ya pidió que no le estiren la existencia. Sus últimas palabras conocidas son:
Dejaré este mundo sin escucharlo. La vida ya no tiene nada que ofrecer, lo he visto todo, he experimentado todo. Pero sobre todo odio la era actual, ¡duele! Todo es falso, todo ha sido reemplazado, no hay respeto por la palabra dada, ¡ahora todo lo que importa es el dinero y la riqueza! ¡Sé que voy a dejar este mundo sin arrepentirme!
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Inspirado