Puedo simular muchas cosas pero no la ansiedad. Me pongo movedizo, me toco el pelo, y pierdo el apetito, lo contrario a tantos compañeros y compañeras que usan las paneras como dispositivos contrafóbicos. Evito las situaciones que me la crean, las evitables…, esperas en call centers…, voy a las oficinas a mirar a los ojos, y a las inevitables las enfrento metiéndome en el centro mismo del problema para que al menos duren poco, el tipo de cosas que aprendés con los años, aun al precio de no poder controlar la ira.
Hace un mes, por ejemplo, el lunes 13 de marzo, estaba yendo a retirar mis bendiciones de la escuela, cuando un señor motociclista me golpeó de atrás el Fiesta. Bueno, miro por el espejito retrovisor y estaban él y la moto en el suelo de la avenida Alvarez Thomas. ¡Vivo! Fue uno de esos días de calor bestial, el tránsito estaba púrpura en el Waze, el horario de la vuelta a casa, y el motoquero estaría haciendo el típico slalom que meten para ganar metros y se la puso. De forma automática, encendí las balizas y abrí la puerta para asistirlo. Ni a él, ni a la moto ni al auto les pasó algo significativo. ¿Un raspón en la chapa encima de mi rueda trasera izquierda? Lo máximo. Ampulosamente me ofrecí a ayudar, porque no alcanza con ser bueno, sino que hay que parecerlo, y cuando nadie me pidió ayuda y el ñato se levantó, ampulosamente regresé al auto con el deber moral cumplido.
Arranqué el motor con la sensación de garrón superado y, bien refrigerado, con el aire en máximo, definí la situación como milagro bajo el capitalismo, pero oh, antes de una cuadra, se me aparea el motociclista, insólitamente, para pedirme que frene e intercambiemos seguros. En movimiento, bajé la ventanilla, entró el calor como una patada de burro, y le dije estás en pedo, flaco. Si estaba todo bien, estaba todo bien, y además soy muy fanático de la puntualidad, porque eso hace progresar a la sociedad y así adoctrino a los pibes respecto de lo que espero de ellos. Lo mío era retirar a las crianças y volver a escribir el correo porque me sale carísimo en términos de armonía familiar y de sueño si lo terminó pasada la medianoche. Al menos ya lo tenía empezado y decía algo como: “considero culturalmente útil desarmar un sentimiento duro y hacerlo con tanta claridad como sea posible, sin la pretensión de que sirva a la humanidad, al proletariado, al que levante la mano, sino para que le sirva a uno en la medida que escribir, por ejemplo, es pensar y licuar la violencia interior”.
Con años de terapia de grupo encima, más los años de tratar con boludos en la política y el periodismo, capté rápido que el pibe no se iba a bajar de la situación de perseguir a un auto, era lo mejor que le iba a pasar en el día, tenía ese gesto de excitado constitucional pendenciero revolucionado por la adrenalina del accidente, más la oportunidad, así que gire en Virrey Loreto, donde debía hacerlo, por otra parte, con tanta suerte para su delirio retribucionista que frente a la plaza del barco, en Loreto y Delgado (nuestra plaza de mayo familiar porque ahí protestamos contra la cuarentena de juegos del doctor Quirós y saltamos las barreras para que los niños pasen a jugar al grito de se acabó la infectadura…), había dos patrulleros y dos motos, con sus recursos humanos, tomando la sombra y tereré. El pibe hizo una maniobra de doble de riesgo, como detenerse y cruzar la moto en la calle para que yo no avance mientras agitaba el dedo para que la policía me detenga, como en una película de kosteki y santillán, y señalaba al criminal contra el que había chocado, a quien le había raspado la chapa, y que se había bajado a auxiliarlo por su inmensa estupidez motociclística, y yo, ante la situación de vaqueros conurbanos que me proponía, frené el auto con cordialidad, poniendo las balizas y lo acomodé detrás de los móviles policiales. Me bajé, eso sí, recontra caliente y todo lo que dije lo dije desde entonces a los gritos, pongo las exclamaciones solo una vez: ¡Herrrrrmano, me vas a hacer perder tiempo!; al verme la facha, los policías parecían no poder creer tener que mediar, con 50 grados, en un conflicto donde el que se escapaba era el carapalida en auto que iba a buscar a sus hijos carapalidas y no el mestizo que llevaba paquetes. Yo no estaba para regalar mi prima social por la colonización, así como así, no, si al menos, no me servía para escribir después. Así que logré atemorizar a los policías insultando al aire por la pérdida enorme de tiempo que esto me conlleva. Y de la calentura, más la ansiedad por no poder cumplir el horario exacto, no encontré lo del seguro, no lo encontré en la gaveta, no lo encontré en el celular, y el vendedor del seguro no me respondió de manera automática. Así que les dije: me voy a la mierda. El calor, la estupidez del motoquero, y el reloj en contra me estaban matando por dentro.
Uno de los policías intentó hacerme ver, con su mirada, que su papel era que yo accediera a mostrar mis cosas, le dije que ya estaba, que no había pasado nada, que el muchachito estaba bien, yo estaba bien, los móviles estaban bien. Conmigo adentro del auto, mi mano en el contacto, se me acerca uno de los polis y me dice, como cómplice, son así, son así, interpreté que buscapleitos. Pasensén los teléfonos, intervino otro, como para encontrar un punto medio. Me bajé. Buen, ok. Tomá mi teléfono, cuando tenga la poronga que necesitás te la paso, vos me pasás lo tuyo, y buenas noches. Le dicté el teléfono, y caminé hacia el auto. Perá que te llamo, me dijo. Hirviendo le dije, dale llamá, dale. Y mi teléfono sonó. ¿Estás contento, pelotudo, estás contento? Aún con la presencia de efectivos armados logré que temiera que lo lastime, desde mi metro setenta y la fuerza justa que tengo para dar vuelta la página del diario. Y muy enérgicamente di vuelta definitiva hacia al auto, no sin antes, agradecer a los policías diciendoles gracias chicos. Y arranqué y llegué solo tres minutos tarde. Simón y Amparo no se dieron cuenta, incluso mantuve la fuerza moral necesaria para no comprarles nada en el quiosco, como en un día normal.
Después de cruzar el nubarrón me sentí mejor, contento por la feliz ejecución de la estrategia de ante lo inevitable actuar con determinación, sin esconder, y con mi propia agenda clara, llegamos a casa y me clavé un litro de agua de un saque y volví a escribir y los días siguientes tuve que cumplir requerimientos con el seguro, pero todo por chat, todos desnudos cuidados de cédulas, patentes, sin drama. Yo no quiero nada además del pobre chico ni de su obra social o seguro.
Por estas horas, la inminencia de una gran crisis me tiene completamente ansioso. El despelote me atrapa, me excita, ya lo dije, como a un monito, pero en frío me desespera, sería como vivir en Kiev. Cansado de detectar metáforas del ocaso, los zombies en la calle cayendo muertos, todos los tachos de basura como baños públicos de los indigentes que los arrasan y despliegan los desperdicios como en una gran feria americana de mugre, la velocidad que fue tomando sacarte la plata de encima, el afán del motoquero por sacarle dos pesos a un seguro, ahora estoy buscando las señales, no el relámpago, sino el trueno, para objetivar el momento exacto en que debo ir a buscar a los pibes a la escuela y ponerlos a cubierto.
Lo que vaya a pasar me espanta por ellos, más que nada, ya fueron tan torturados con la llamada pandemia, por los infectólogos, por las llamadas autoridades, por los padres de los amiguitos que los hisopaban para ver si tenían el número ganador y podían estar en paz con su afán de no desentonar; ahora los pibes esquivan cuerpos reventados por la calle y preguntan qué queman esas personas que están en la puerta de tu casa. Capaz no fue una buena idea parar la economía dos años.
Es innegable que el apocalipsis próximo es otro mojón de desilusión. Y esto ya no es por los pibes, es la chiquita narcisista, la de uno, la mía, bah.
Cuando tenía catorce años, en 1982, la Argentina entró en guerra con Inglaterra y se me movió la estantería solita, sin que la empuje, porque se ve que tenía alguna sensibilidad para los hechos gigantes, y abandoné, como afán principal extraescolar, otro hecho que era bastante grandote ese año, a esa misma hora, el Mundial de Fútbol de España que, hasta entonces, me importaba muchísimo, y mi cabeza dio una vuelta, como un girasol, hacia la guerra, la política y el cuento. Para siempre.
Cierta mañana en abril, me subí a un 103 en Urquiza y Moreno y hablé al público, a los estimados pasajeros, para vender un bono patriótico. Plata para lana para los soldados. Yo, que nunca había hablado en público, saqué coraje de algún lugar para hablar y estimo hoy, conociéndome bastante, que fue del morral de la moral, del deber ser. Pero el bono lo extraje de una carpeta forrada con fotos de Sugar Ray Leonard y de la Pepona Reinaldi, y que ni bien entré al colectivo vendí a viva voz, con una voz nueva, que no sabía que tenía, y con la certeza de que mi comportamiento era el correcto y que cualquier otro comportamiento, como que no me quisieran comprar el bono, o me criticaran la venta del bono, como hacía mi papá, contrario a la guerra, era la conducta de los equivocados.
Y nos rompieron el culo.
Desde entonces, tengo la sensación de que por cada paso adelante, se hicieron dos atrás, o tres o cincuenta. Podría decir como Patricio Contreras en Made in Argentina: Yoli, no se nos dio una.
La inflación es un fenómeno enloquecedor, malditos todos los hijos de puta que dijeron que no es para tanto y que la incentivaron.
Ya está, a la juventud el mensaje siguiente:
No volverse loco. Aguantar con arroz, llegado el peor caso, no armarse pero sí luchar cuerpo a cuerpo para controlar la letalidad de los encontronazos que resulten inevitables, y no tomar decisiones importantes empujados por el caos.-
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Lo único que me aflige es que no le hayas comprado nada a los chicos en el kiosco. Es cruel. Gran consejo final a la juventud . Se lo voy a pasar a mis hijes. 🤭