En 2010 escribí un artículo para Rolling Stone, no sé si es crónica técnicamente, sobre el programa 678, fui a verlo en vivo, asistí al antes y después, me junté con Diego Gvirtz, en fin. El programa no existe más, pero será recordado como los Sábados Circulares de Mancera o el show del chiste en lo de Tinelli con Ruggeri. Me gustó hacer esta nota, y haberla escrito, aunque tiene párrafos deplorables.
Van a hacerse las nueve de la noche. Una maquilladora se acerca a toquetearle las bolsas de los ojos, una productora le da un beso apurado en el moflete, un político oficialista –el incombustible Negro Raimundi– le da la mano sin mirarlo a la cara y, una vez que el programa arranca, siguiendo fielmente sus expresiones desde atrás de las cámaras, pero a cinco metros, anotándolas, vamos a ver todo lo que la cámara no; y es que Cabito escucha, con parejo desinterés, baja la cabeza, con resignación, con hartazgo, con hambre; mira de reojo, con melancolía y amor al pasado; todo eso mientras, invisible a los ojos, inevitablemente, carbura asociaciones cómicas de ideas que articulen con la agenda temática del show. Tras cuarenta minutos de aire y de tensión íntima para ganarse el sope con un disparate, mientras sus compañeros le pasan la lija a Mauricio Macri después de un crudo informe enlatado, y cuando se asegura estar en cuadro, puede al fin decir lo suyo: «Y… Macri se puede ir a comer un asado a la India». Una línea que jarajajeó todo el ambiente, lo jarajajeó mal, con ese automatismo cabaretero y universal de la tevé, compuesto de la condescendencia de sus compañeros de panel, la inocencia de la tribuna y la descarga rentada y diabólica de la célula de reidores de Pensado Para Televisión, la productora de Diego Gvirtz, el cráneo detrás del programa que enloquece al Grupo Clarín, que paraliza, literalmente, la redacción del diario –según nos informan nuestros colegas desde allí, en directo por el gtalk– y que, por consiguiente, excita como un chimpancé a Néstor Kirchner cuando redondea un Ballantine’s en las rocas con el índice después de cenar en el quincho de Olivos; como les pasa a tantos, a tantos más, al menos a cientos de miles de argentinos a los que Clarín hizo juntar odio durante muchos años por acomodar los temas de la conversación pública a sus intereses corporativos. El viernes de abril que estuvimos allí, en el Estudio Uno de Canal 7, Cabito, la gran masa del pueblo, no dijo más, cayó y calló. Con el final del programa inició su ceremonia de elevación de la silla giratoria, enganchó el llavero del rodado en un dedo y peregrinó, con sus tiempos, a la oficina de maquillaje para que le retirasen con una toallita húmeda el polvo de maíz de los cachetes y el antiojeras de lanolina. O sea, resumiendo, salió de su casa, manejó, destruyó moléculas de oxígeno a lo pavote, para, al cabo de unas cuatro horas –¡al cabito!– decir sólo una línea decorativa que ayudó a aniquilar a un opositor por un tema sobre el que el panelista no tuvo posibilidad de formar opinión. Así es la televisión y así es la libertad de expresión: cualquier cosa pero, realmente, cualquier cosa.
Así es un momento de 678. Elegido al azar. Al que se le puede hundir el cuchillo y hacerlo sangrar. Porque visto de cerca, compañeros, inspeccionado con una herramienta entrenada, un ojo hijo de puta, todo en esta vida puede ser una monstruosidad. Por un procedimiento así es que el periodismo es un oficio siniestro, porque al mirar en detalle cómo se hacen las salchichas, los gabinetes de ministros o los shows de televisión, el cronista se sorprende y dice: «¡Eh, loco, las hacen con tripas!», clavando un nubarrón por encima del objeto de estudio, llamémoslo de esa manera, y que al final no se entienda nada. Al respecto, 678, nuestro caso, está hecho, también, como se hacen las salchichas. Pero lo que cuenta en serio es el efecto público de su intervención. Que es revolucionaria, por cuanto hizo explotar un orden existente, el de la onda mafiosa entre periodistas que daba por buena la objetividad de todos, machacando a diario sobre el punto, de modo que ya nadie más pueda escuchar, leer, mirar a Nelson Castro, por mencionar a un miembro paradigmático del pacto denunciado, como si se tratara de un hombre sólo conectado con la hermosura constitucional de la libertad de prensa y no con los intereses políticos y económicos de la tira de empresas que le auspician el programa de cable y lo hacen vivir muy bien, cuando todo el mundo vive muy mal.
Desde el prime time de la televisión pública, a la hora de las botineras, las tómbolas y la política recluida en el cable, 678 termina con un tabú de veinticinco años de democracia: que hablar en contra de la prensa desde tribunas relevantes es antidemocrático, cuando, lo más cierto de todo, es que la agenda de lo que se discute y se vota en las elecciones resulta siempre deformada por la operación de los medios de comunicación, a los que nadie elige para semejante maldad. Este tabú, demolido para siempre, se asocia con un mito superior y al que Kirchner sacude y sacude, aún con resultado incierto: que un político electo por el pueblo no puede sostener un largo conflicto con los factores de poder permanentes sin correr el riesgo de perderlo todo. Un mito que, vale la pena decirlo, condicionó todas las presidencias de esta era democrática. Al respecto, Kirchner resolvió que Clarín no invadiría la presidencia de su esposa con demandas permanentes y discontinuó, por las malas, el tira y afloja que vivió en su gestión, que le resultó tolerable, es cierto, mientras ganaba elecciones.
Desde que viejos candidatos de los años 80 como el radical Juan Manuel Casella y el peronista Carlos Grosso reformularon sus sistemas masticatorios para sonreír sin complejos en los afiches, todos los aspirantes a sillones importantes creyeron que la política requiere de un ajuste final, de un tuneo realizado por maquilladores mediáticos, sabios de la comunicación, genios de la semiología y el marketing que ayuden a hackear con su chamanismo los medios aplastantes que amplifican cada detalle. Excepto Kirchner, quien fue por los pilotes del sistema desde el inicio mismo de su gestión, para abrazarse y que lo respalden o para plantarle explosivos cuando pasaron a quererlo mal. Porque nunca creyó que fuera una danza amable entre dos poderes y que hubiera algo, llamado «periodismo puro», escindido de los negocios.
El dedo puesto en estas llagas partió, entonces, aguas en la Argentina. Se construyeron grandes rivalidades y un clima de guerra civil alucinante que se libra con micrófonos y móviles en vivo de un lado e informes especiales del otro. Los informes son la especialidad de Diego Gvirtz. Y Néstor y Cristina celebran cada noche, a las nueve, como celebra ese medio millón de influyentes, de buena educación y posición económica, que calienta la pantalla del Canal 7, condenado al Nacional B de la cultura popular todos los años de la democracia y que ahora estará en la vanguardia de la televisión digital, mientras crece su pauta publicitaria. Apoyado por el Fútbol Para Todos, que hizo reconsiderar al Canal 7 para la hora del zapping, las emisiones nocturnas de 678 dan la chance a los ciudadanos argentinos de ver cómo las pantallas mudas de TN, prendidas en los bares de Buenos Aires, deforman la realidad durante la tarde. Si 678 no hiciera ese trabajo de decodificación, nadie lo haría. 678 contribuyó, además, y enormemente, a apoyar la lucha pública y judicial de las Abuelas de Plaza de Mayo para que se esclarezcan las identidades de Marcela y Felipe Noble Herrera, los hijos adoptivos de la dueña de Clarín, Ernestina Herrera de Noble. Jóvenes que, para empezar a hablar, no deberían llevar el apellido Noble, dado que el señor Roberto Noble murió en 1971 y los hermanos nacieron de madres aún desconocidas en 1977 durante la dictadura militar, la dictadura especializada en robo de niños. (nota desde el presente: no tengo palabras para la vergüenza que me da haber escrito todo esto último)
El encono definitivo de Kirchner con Clarín y su decisión de convertir la Ley de Servicios Audiovisuales en «la madre de todas las batallas» surgieron de la idea de que por detrás, por abajo, por arriba y delante de la Mesa de Enlace de las organizaciones rurales que se opusieron al aumento en las retenciones de las exportaciones, la llamada «125», frenada en el Congreso por el voto contrario a su gobierno del vicepresidente Julio Cobos, se encontraba Clarín dándole a la matraca y alentando la insurrección. Interviniendo, decidido, en una política pública sin dar cuenta, de modo objetivo –tal su promesa–, de un malestar. Durante ese conflicto con el campo, TVR, el barco insignia de la productora de Gvirtz, que tenía asiento los sábados a la noche por el mismísimo Canal 13, colaboró en el esmerilamiento del gobierno con duros informes. Pero luego de perder en el Congreso, a poco de que Kirchner empezara a rockear en serio contra el Grupo, Gvirtz empezó a mover el piecito en sintonía. Lo mismo que le pasó a una gran cantidad de argentinos que, en cuanto Kirchner se decidió a enviar la Ley de Medios al Congreso, una ley que alivia el impacto antidemocrático de la comunicación concentrada, y dispuso la Asignación Universal por Hijo, que redujo notoriamente la población con necesidades básicas insatisfechas, vieron que así, los malos modales institucionales y la llamada crispación podían tolerarse mejor. Incluso, justificarse.
Un gobierno que parecía condenado a voceros de baja calidad como Diana Conti y Carlos Kunkel, encontró en Gvirtz su superhéroe inesperado para sistematizar esa batalla del bien contra el mal. La transferencia, varias veces millonaria, de publicidad estatal a medios sin lectores del empresario Sergio Szpolski –de la familia del quebrado Banco Patricios y cerebro del fracasado intento de instalar Dunkin’ Donuts en Buenos Aires–, como Veintitrés, Miradas al Sur, 7 Días, Newsweek y el flamante diario Tiempo Argentino, no pudo lograr en siete años de lubricación económica la construcción de un medio relevante que expresara, si no la línea política oficial, al menos afinidad con sus grandes vectores. Gvirtz lo hizo al costo de 24 mil pesos por emisión y sin que se lo pidieran concretamente. Porque Kirchner no sabe exactamente qué pedirle a una productora de contenidos. Es así.
Diego Gvirtz, de 45 años, tenía en su carpeta de cosas por hacer un show consistente en la disección diaria de los medios y la forma en que éstos empaquetan a los ciudadanos, valiéndose sinérgicamente del ejército de visualizadores de televisión y lectores de diarios y revistas de su productora que atendían sus dos programas más reconocidos, TVR y Duro de domar; por intermedio de Sergio Massa, aterrizó en Canal 7, en contra de los deseos de Tristán Bauer, el mandamás del canal, que dio poco apoyo inicial e incluso vetó al conductor propuesto por Gvirtz, el periodista de deportes conocido como Chavo Fucks. El programa arrancó en 2009, entonces, con la conducción de María Julia Oliván, una periodista formada en las redacciones de Jorge Lanata. Sin embargo, la idea original se fue deformando a medida que se calentaba el ambiente público y 678 combinó crecientemente su espíritu periodístico y desmitificador con una reunión partidaria. Allí Oliván se fue.
Para tal evolución, contribuyeron los panelistas que ponen poca resistencia al sesgo oficialista de los informes, especialmente aquellos que refieren muy críticamente a opositores como Pino Solanas; por eso la escasa predisposición de personalidades no oficialistas a ser invitadas, lo que condena al programa a la visita permanente de Daniel Filmus, Claudio Morgado o el Negrito Raimundi. Al respecto, Gustavo Noriega, antiguo panelista de Duro de domar dice que «el kirchnerismo del programa no es sólo disimular los horrores oficialistas, sino adoptar su espíritu y reducir toda la complejidad de la política a una oposición binaria, un enfrentamiento entre un «nosotros» y un «ellos» en el que el universo K se muestra del lado de los buenos. Lejos de ser un programa crítico, en la mejor tradición de su productora, puede leerse como un ejercicio autocomplaciente al servicio de los intereses del canal donde se emite, cosa que es, casualmente, la misma acusación que el programa le hace a «los medios»».
En un sentido parecido pero pensando desde el interior del peronismo kirchnerista y sin dejar de anotarle puntos muy positivos, Artemio López, el sociólogo y encuestador con el blog más influyente de la blogósfera política, Ramble Tamble, dice: «El análisis de medios realizado por 678 es impecable, profundo, aleccionador y didáctico, pero que el problema surge cuando el panel «da el salto a la política», y sus monólogos se transforman en progresismo puro y duro, soberbio, elitista y, también, bastante autista».
Aun cuando comentarios como éstos empezaron a llover desde distintas fuentes –amigas, enemigas y grises–, 678 perseveró en su perfil partidario al punto de dedicarse un himno llamado «La mierda oficialista», un canto de amor a sí mismos, a su presente de lucha, que reclama en ese exhibicionismo que los otros shows periodísticos hagan lo mismo, que se saquen la careta y digan quiénes son.
Para el último 9 de abril, el show había logrado asentar su kirchnerismo de tal manera que logró oxigenar la sangre militante de los empleados de los ministerios públicos, quienes rompieron por segunda vez –ya lo habían hecho en marzo también– sus lógicas dramáticas de volver a casa a mirar la tele y se movilizaron convocados por el Facebook de 678 al Obelisco, en apoyo a la Ley de Medios. Lo que despertó en el estudio, delante y detrás de cámaras, a cinco metros del conductor Luciano Galende y equipo, un vuelco emocional abrumador en los panelistas que podría haber hecho menstruar a todas las chicas presentes en la tribuna. Orlando Barone filosofó sobre «la alegría» que despierta «la militancia» y Carlos Barragán, autor de «La mierda oficialista»,dijo conmocionado que se recibió de ciudadano cuando aceptó el trabajo en 678. Cabito, para las diez de la noche, miraba de reojo tales manifestaciones mientras cocinaba un chiste, desde su punta simbólica del panel, donde se representa o sintetiza a la gente normal, punta en la que también habita Carla Czudnowsky, que puede ser la gente sin ideas políticas, o las mil variantes de la triste indiferencia humana.
En la otra punta, sin embargo, algo peor: Orlando Barone. Un patriarca de los pájaros de 72 años entregados al oficio del periodismo en medios siempre conservadores como la revista Mercado o los diarios La Nación y Clarín, bajo todos los regímenes políticos y militares que tuvo la Argentina y, siempre, sin chistar. A la vejez, viruela: el patriarca se volvió un interpretador de todas las intenciones humanas, con una ironía permanente que fracasa en su intento de hacer reír a sus compañeros, a la tribuna y a los reidores. Cruelmente, es el encargado de hacer pensar. A la vuelta de cada informe pide enseguida la palabra para surfear sobre sus dos previsibles olas gramaticales: la que arranca con «sabés qué pienso» y la más emotiva, «yo siento que»; desde las que descarga baldes de bleque sobre colegas de otros medios que reúnen, al momento, menos agachadas que él. Porque en todos los años en que el mundo fue injusto –el mundo es injusto todos los años–, Barone calló o eludió o tapó, con los diarios y revistas que escribió y editó, la injusticia. De grande, a la edad de las escapadas a Necochea, en fin, asume un presente de lucha con el que cree espantar los pájaros del pasado. Lo cierto es que la Argentina se desgració, fundamentalmente, durante toda la vida adulta de Barone. Por él es por quien Cabito baja la cabeza.
La otra interpretadora del show, encargada de hacer pensar, del famoso «plus» del que tanto se habla, es Sandra Russo, una veterana fuertona dada a la semiología, como una periodista y algo más, que cumple muy bien el trámite televisivo ideal, por cuanto no habla por hablar, ni pisa a sus compañeros, y escucha, y piensa, y luego, recién, dice, una secuencia que Barone y Czudnowsky no pueden seguir, empujados por fuerzas sobrenaturales a hablar hasta la hiperventilación. Russo, largamente asociada al periodismo más comprometido con la verdad y la justicia, fue la madre del suplemento Las 12, que sale en Página/12, y que fue el primer producto periodístico de género que no tomó a las mujeres como boludas que necesitan consejos o cosas. Antes de hacerlo, sin embargo, fue editora de la revista Luna, de editorial Perfil, cuyo drama semanal era esperar los containers de China con los regalitos que acompañaban la revista. Una vida que tampoco resulta unidimensional y hace más interesante su consistencia política.
Una enorme verdad de la política prescribe que la preocupación número uno del líder debe ser la conservación del poder. Llegado el caso, con poder, puede querer ir a la guerra o ir a la Luna. Pero sin poder no va a pasar nada. En países como la Argentina, la pérdida del poder puede conducir, además, a la cárcel. Ni el ex presidente ni nadie que se dedique a algo que le gusta mucho se quiere retirar y, mucho menos, ir preso. Por ello, mientras Kirchner mantenga una única y gran pulseada con el Grupo Clarín no estará teniendo ni la única ni una gran pulseada con otro político que quiera competir por la presidencia en 2011, todo lo cual lo ayuda a conservar la manija. Esta es una gran verdad de esta realidad a la que 678 suma sus bombas de profundidad, y es el gran mérito del diputado, ex presidente y candidato al 2011 por el movimiento que lleva su nombre, el kirchnerismo, quien construye, desde su derrota electoral del 28 de junio de 2009, una escena en la que sólo existen él y ella –su señora y presidenta–, el Grupo Clarín, y quienes les hacen los coros a ambos, allá atrás, meciéndose junto a la máquina de humo. La oposición política, que podrían ser los herederos, en este contexto, se desdibuja y anula.
Para que el plan resulte del todo, Kirchner requirió de la enorme vanidad de la prensa y su tendencia, también evidenciada en 678, a la autorreferencia. Cuando Kirchner descubrió que mencionar a Clarín en cada acto lo dejaba en el escenario público con una empresa que no se presenta a elecciones, sólo insiste con eso, porque la empresa y sus empleados no dejan de cacarear. Y rompe, Kirchner, si hace falta, toda la camaradería subterránea del poder. Invitado a 678 en el verano, contó que durante el conflicto con las organizaciones rurales, Héctor Magnetto, principal directivo de Clarín, le ofreció clemencia si el estado facilitaba el ingreso de su empresa a Telecom. La versión de Magnetto sobre la reunión, por supuesto, no se conoce. Por una sola razón: porque Clarín no puede admitir que su vínculo con el poder excede largamente el rol periodístico puro y liberal del que tanto se jactan. Kirchner, además, ¡una cosa más!, devuelve gentilezas. Que es una de las maneras de no ser la señorita del pabellón y conservar el poder. Si los medios de comunicación no lo van a dejar dormir, él no los va a dejar dormir a ellos.
FIN
Ya naturalizada esta estafa de refritos, debo decir que, para quién ha sido contemporáneo a los hechos aquí relatados, está magistralmente escrito. Hasta las partes que te avergüenzan invitan a acompañarte en la vergüenza.
Este es mi newsletter preferido por afano, lo espero. Con más ansias los 0km, pero feliz de no perderme estos rescatados.