Hace veinte años, en terapia, ante la insistencia de mi psicólogo Ignacio para que escribiera más, le representé la idea de que si iba preso, como Gramsci, o si tenía alguien apuntándome de atrás, un gendarme en la puerta de mi escritorio, yo sí podría hacerlo, cómo no, pero que por las buenas no podía. Y que no me gustaba escribir, que eventualmente me gustaba haber escrito, pero la práctica en sí, la construcción de un texto, me resultaba tediosa y ciertamente un mal negocio. De todos modos, él insistía seguido para que pusiera en palabras determinados sentimientos, sueños, pensamientos repetidos, que escribiera por escribir, sin destino, sin cálculo. Su tesis, estimo, es que eso desarmaría a mayor velocidad traumas, angustias, fantasías inútiles.
De hecho, mi sueño más recurrente por entonces era: yo iba en un avión que volaba casi a ras del suelo siguiendo la línea de una autopista, y se encontraba en cierto momento ante la inevitabilidad de un puente que la atravesaba y, si bien el fuselaje podía pasar por completo por debajo, las alas no podrían hacerlo a lo ancho. Los motores, bien, las turbinas, bien, pero el pájaro se iba a quedar sin alas. Me despertaba antes por el incremento de la adrenalina.
Cuando empecé con ese terapeuta, yo trabajaba en una revista que fue cambiando de nombre todos los años: 21, 22 y 23. Era el emprendimiento de Jorge Lanata, junto a dos socios, el productor musical Fernando Moya y Gabriel Yelin, un señor que era dueño de la agencia Veraz, una empresa que te daba la certificación de sujeto libre de deudas y con capacidad de crédito. El primer gran éxito de la terapia fue que pude renunciar en cuanto tuve la más mínima oportunidad sabiendo él y yo que no iba a poder pagar la terapia o que la sostendría a un precio promocional desde entonces hasta que consiguiera algo mejor.
El funcionamiento del medio era una locura. La redacción de la revista servía para alimentar un programa de tevé, y mis compañeros se esforzaban por encontrar la denuncia perfecta que funcionara en televisión, donde hubiera pobres llorando o funcionarios malísimos. Todo dentro de las reglas de la democracia, nada que objetar en ese sentido, pero no era para mí, que entendía que el periodismo podía ser un entretenimiento pero de mejor calidad.
Yo no estaba maduro para ofrecer ese entretenimiento de mejor calidad pero tampoco podía ser un eslabón del otro.
Cuando empecé con la cartelera en la Escuela Normal, la cual me arrancaron el mismo día de colocada (ver más abajo), mi posición era moralista, apostólica. Hay que hacer el bien, hay que comunicar el bien, y de esa forma luchar contra el mal; cuando mezclé la escritura con la política y hacía los panfletos y las revistas se trataba de luchar por el bien, combatir el mal, y empezar a discriminar más claramente lo bueno de lo malo, lo malo de lo bueno, para avivar a la propia tropa de las trampas del enemigo, que en el campo del pueblo hay gente de tu partido, pero de otros también, y escribir, ya en los llamados documentos, para entender por qué algo bueno es potencialmente malo y al revés, y perfeccionarte de esa manera como cuadro.
Cuando dejé la política como soldado para aburguesarme como periodista, la escritura se me volvió un tubo de ascenso personal y profesional. En los pocos años que pasé en Página/12 me di cuenta de que te podías volver perfectamente una planta glosando cables de agencias, cumpliendo el básico de convenio y ateniéndote a algo llamado la pirámide invertida, que consiste en poner lo más importante arriba e ir desgranando en niveles de importancia para que, si el editor debe quitar algo por espacio, siempre corte de abajo.
La forma de ser competitivo en un medio era, en aquel entonces, década de 1990, conseguir noticias, pero eso me resultaba muy difícil por mis pobres habilidades sociales; no podía sostener una negociación, cambiar un pirulo de tapa un martes, para que me avisen antes de un anuncio un jueves; me parecía además que correr para saber algo diez minutos antes no era mucha ganancia. Me jacto de no haber conseguido jamás una noticia. Era más fácil entonces competir y ganar en la competencia del ensimismamiento, del texto escrito con un poquito más, máxime si uno no tenía hijos y contaba con tiempo infinito para hacer el trabajo y mucho más si el resto no competía. Y más o menos así fue.
Esa búsqueda de distinción por el lado de la forma y no el contenido, que eran las noticias, no la tenía intelectualizada entonces, pero tendría naturalizado que las noticias pasaban, se olvidaban, pero el abordaje duraba más en el inconsciente de los lectores. Por otro lado, lo interpreto como algo que empezó a pesar a poco de entrar a la redacción de la avenida Belgrano. La falta de jabones en el baño, el buffet con luz blanca, de mala muerte, las condiciones eran pobretonas y no porque el medio fuera pobre sino porque los empresarios eran descuidados e impunes, y entonces lo mejor que se podía hacer era usarles el diario para, en el menor tiempo posible, hacer un capital profesional.
Siempre consideré a la escritura como un apoyo intelectual. O sea, no se piensa mejor que escribiendo; por lo tanto, ante cualquier complejidad que presenta la vida, padecimientos psicológicos por estafas, desvínculos, pues escribir, tratar de entender, que sirva para ajustar cuentas, para entender y eventualmente para disculpar. Ignacio tenía razón.
Cuando escapé de la revista 22 pude lograr que la escritura se saliera de los formatos convencionales y remunerables y escribí cosas para internet, muchas de las cuales no sobrevivieron, tristemente, porque el creador del sitio Los Trabajos Prácticos retiró todo de la web donde publicaba intervenciones sobre hechos de la realidad combinados con pensamientos que prescindían de la redondez, y de la precisión, que si el 12 no pasa por Federico Lacroze no hace a la cosa, porque lo que importa es el zamarreo del colectivo, las nucas de los demás a cinco centímetros, las conversaciones tan distintas a las de uno.
Después escribí un libro llamado The Palermo Manifesto. Escribí oración por oración muy concentradamente como si se fuera a publicar una oración por vez, pero claro, eso no iba a ser; por lo tanto, encadené las oraciones y luego vi que todas las oraciones hacían un único sistema posible que era un discurso. Así que mi libro, The Palermo Manifesto, es un discurso.
¿Me gusta ese libro hoy? Me gusta haberlo escrito. Pero no volví a leerlo nunca más. Sé que lo que salió era mi punto más alto como redactor, reconociendo que ese punto más alto mío del año 2008 en que apareció puede ser un punto bajo a nivel universal. Con el libro tuve la mala suerte de que un librero se sintiera aludido y que de casualidad fuera socio en un emprendimiento menor con el director de la Editorial Planeta y, entonces, bueno, aunque la editora se puso completamente de mi lado entiendo que la editorial se esforzó poco por la circulación que de todos modos llegó a todas las terminales de la divulgación cultural porque el campo cultural son tres cumpleaños llenos.
La existencia del libro me permitió circular como escritor, pero creo que esto fue aún peor que circular como periodista. Siempre evité decir que soy periodista para no parecer informado y para que la conversación liviana no vaya por el lado de las cosas que se hablan en la tele, pero la circulación como escritor obliga a estar en algo. ¿En qué estás ahora? Así que algún tiempo simulé estar en algo, y seguramente estaba, pero la situación de tener que entregar otro libro, con sus pasos tediosos, supongo que me paralizó. Además, la mala experiencia con la editorial me hizo la idea de que no hay forma de escapar de los problemas si uno escribe algo más o menos verdadero.
Tenía, además, la sensación de que en The Palermo Manifesto había agotado mis temas. El arribismo, la neurosis con la política, el flâneurismo como modo de vida y la necesaria presencia de un harem de minas enjabonándome.
Por otra parte, el libro terminaba con el mejor barrio de la ciudad inundado, no quedaba nada. El libro había completado el arco apocalíptico. De la ilusión de una polis al apocalipsis. ¿Iba a desinundarse Palermo?, ¿cómo iba a seguir?
En fin, me sostuve funcionando como docente, buen hijo de la Escuela Normal, que es donde siempre me sentí cómodo y que tiene menos preguntas. Nadie quiere hablar con un docente.
Muy cada tanto te preguntan cosas incómodas. La que más me molesta es cuando te preguntan si hay alguien bueno en el taller. Y si bien me gusta que alguien brille verdaderamente, y tenga una gran prosa e ideas que desgrana con gracia, de una manera verdadera, con una voz única, ciertamente la mayor parte del tiempo del taller es trabajar para tratar de entenderse, por escrito, que es una de las mejores maneras de entenderse, sin considerar la ulterioridad del éxito personal.
El taller es un trabajo cuyo propósito es universalizar la práctica, que todos puedan decir lo mejor que tienen para decir de la mejor manera. Gracias al taller mucha gente se separó de alguien, de algo, dejó un trabajo que le hacía mal, agarró uno que le hacía bien, y todo pasó como consecuencia de ponerse a desarmar el nubarrón sentimental con un montón de palabras.
De la docencia, lo peor es estar cansado de hacerlo, sentirse repitiendo una línea. Pero el desafío personal más grande fue superar a los alumnos desagradecidos. Penosamente, hay una correlación muy grande con aquellos a quienes más se les dio. Es como que el precio de dar es ser castigado. ¿Por qué es esto? Un verdadero misterio. Pero funciona. Como en el tango Desencuentro: la araña que salvaste te picó. En cierto modo, yo puedo ver que ellos se dirán a sí mismos: esta persona tuvo el ojete de conocerme. Por otra parte, pienso: por qué te van a negar si uno va a seguir vivo y esa carrera de escritor no los lleva a ningún lado. Cuántos están enterrados en Ginebra bajo una piedra tallada escrita en noruego antiguo. Hace poco vi una foto tristísima de la tumba de Ricardo Piglia en la Chacarita, con la misma cruz de madera que te ponen el día de la inhumación, el nombre escrito con pintura blanca en el horizontal de los brazos de Jesús, la fecha de la muerte y todo el pasto crecido alrededor alimentando el dengue.
Nada te hace más fuerte como pasar de la traición, del engaño, y no perder la esperanza de que igual se puede hacer una bondad que sirva para algo, aún sabiendo que entre aquellos a los que abrazás se esconde el próximo que te va a negar. Aplica para todo.
No es universal, así que sólo digo que para mí lo más difícil de sentarme a escribir cuando Ignacio me insistía era quedar arrinconado por la soledad del acto, la frustración porque no sale, la repetición de las ideas y la autoexigencia porque el resultado esté a la altura de la imagen deseada de uno mismo. Por eso necesitaba el gendarme apuntando.
Este orden varía con el tiempo y, por supuesto, lo mejor fue ponerse más grande porque desaparecieron del todo otros afanes asociados al trabajo, la circulación para ser visto, como un tucán, ser más competitivo en el mercado secundario de los escritores que es el del amor y, además, se angosta el tiempo que se puede perder, lo cual aplica tanto si no se escribe mucho, para empezar a hacerlo más, como si se gasta mucho tiempo en escribir para agradar o para entrar en la sociedad de los escritores que dan vueltas carnero en Eterna Cadencia, por decir una librería que conocemos todos, sin estigmatizar desde luego, y empezar a hacerlo para agradarse.
Hoy mi orden de dificultad parte de la autoexigencia; todavía me amo demasiado como para no aceptar ver reflejada una imagen de mí que no me encante; luego la frustración, qué hago acá, que la plata es poca y que además deformo mi columna y tomo más whisky del que quisiera para poder sostener la atención cuando el día se cierra y sigo escribiendo, y mucho después la soledad y finalmente, la repetición.
De ese cuarteto de problemas el de resolución más técnica es la frustración, la cual se vive en cada oración descalcificada, que se deshace en su estupidez sentimental o en su falta de criterio. Bueno, mi método es avanzar oración por oración, y no abrir demasiadas avenidas una vez que va quedando claro de qué voy a escribir. Si hoy voy a hablar de la escritura, los escritores, la enseñanza y los enseñados, bueno, mucho más no entra. Luego van las oraciones que salen más fáciles, aunque no salgan redondas, y una oración llama a otra, eso es muy fácil, y luego se empieza a redondear.
Va a salir, hay que creer en el método, perseverar, no abandonar, en un momento sale bien, y la historia que contás te representa y si no es tu ideal absoluto, al menos no te parece indigna de vos.
El tormento de la soledad pesa mucho menos desde que me puse una familia y tengo niños. Con ellos tengo toda la compañía y el ruido y la demanda que necesito, sobradamente y, de hecho, tengo para regalar o para mandar por whatsapp o encomienda. Por otra parte, tengo muchos menos miedos, excepto los que se derivan del cuidado de las crianças. Los miedos de antes, ridículos, apariciones nocturnas de muertos, a los aviones, desaparecieron por completo. De hecho la mitad de estos correos los escribo en el quincho, de noche, donde podría dejarme arrastrar por lo peor, y sin embargo mis muertos pueden presentarse perfectamente perfumados y envueltos en sus mortajas y pueden mirarme toda la noche escribir y yo puedo levantar la vista para mirarlos cada tanto y decirles de esa manera que los recuerdo, que los extraño, que los quise, que los quiero y que me organizo emocionalmente cada día para unirme a ellos lo más tarde posible. Pero puedo seguir.
Con el Correo encontré que la repetición me da segundas oportunidades y que construye un pacto de lectura con algunos sobreentendidos que me hacen más fácil proseguir con el cuento y, al mismo tiempo, sentir que estoy hablando con alguien que ya sabe, que ya está en el salón; o sea, es parte integrante de la gesta de una comunidad, de un pueblo, y estar para otros, escribir esta línea que estoy escribiendo, y poner esa coma que acabo de poner, y saber que seré leído en unas cuantas horas, es mucho mejor que la hipoteca inversa de ponerme a escribir un libro, casi que toco el hombro del que está leyendo, quién además me toca el hombro a mí dos veces por semana.
O sea que encontré, después de penar mucho, de muchos dolores de cabeza, cierta fórmula de escritura, y la naturalicé.
Ah, y me tocó autoentrevistarme mucho porque así se siente un padre ausente hasta la muerte.
De hecho, la pregunta fundamental del escritor, inconsciente por establecida, es qué tengo que hacer para que me lean.
FIN
Abajo tienen unos botones que son el aporte mensual que pueden hacer para apoyarme y sostener el correo en el tiempo. Indexa según el índice Flat White de la cafetería Cuervo que ESTABA en los 900 pesos y alcanzó los 1100 con la última devaluación. Valores irrisorios si consideramos que son ocho entregas mensuales. Gracias a quienes se sumen desde hoy a bancar este proyecto.
FW: Flat White
Lo de la Escuela Normal viene de acá.
Buen artículo sobre Santiago Oria, el documentalista de Javier Milei. Escribe José Santamarina.
Del día del niño al día las infancias. qué nos pasó, presidente. Buena nota de Claudia Peiró.
Mi amigo Fernando Pedrosa es el productor y compositor de este disco y de esta canción que a mí me parece un diez.
Esteban. Yo compré el libro Palermo Manifestó. Lo leí rápido allá por 2008. Como me mudé a España en 2010, siento decirte que no lo conserve para mudarlo y seguro terminó en la entrega grande que hice para el Ejército de Salvación. Linda columna, un abrazo
A tus plantas. Maravilloso.