Buen día,
Me apena pensar que un día va a dejar de tener gracia, decirle a alguien, a cuento de nada, “es otro fútbol, presidente”. El discurso delirante de Jorge D’Alessandro, este viejo argentino exiliado en España, polemista de El Chiringuito, que profesó su amor a la patria bajo la forma de un análisis táctico, fue de lo mejor del Mundial, posiblemente el equivalente Qatar 2022 del gol de Víctor Hugo a los ingleses en México.
Puede que en las aduanas más poderosas los recuerdos del futuro se edifiquen con otros criterios y otras necesidades, por lo tanto antes de que yo me olvide los detalles que me interesan, antes de que el recuerdo del Mundial sea más obra de la imaginación ideológica de Clarín y ESPN, y mi subjetividad profunda reaparezca solo en sueños, quiero dejarlo sentado, así como todo aquello que puedo recordar hoy sobre esa final, y que será deformado por el paso del tiempo.
Yo tengo, compañeros, una escapada al baño que es de cajón, al alba, y el 18 de diciembre, no fue distinto, pero solo que aquello que controlo perfecto, yendo y viniendo en tres saltitos, para retomar el sueño donde lo había dejado, en los días regulares, no funcionó esta vez, ansioso que estaba, como cualquier otro argentino triste y cordial. Salté de la cama y configuré, de todos modos, una excelente predisposición para diluir en acciones repetitivas y continuas la sensación de hora de la verdad que iba a experimentar durante el partido, cuando estuviera inmerso en un estado agónico. Lavé platos, ordené la casa y atendí cada demanda de mi equipo familiar como si fuera un empleado de McDonald 's, rápido y con amabilidad. Yo soy un soldado bien llevado, no me quejo nunca, y menos ese día donde mi aptitud estaba al servicio secundario de pegarle un tiro a la mañana de una jornada crucial.
Cuando Argentina arrancó a puro vértigo con sus tres ferraris coloradas, las tres familias reunidas en el departamento de Nicolás y Verónica en el Barrio de Belgrano, dejábamos morir la comida judía del almuerzo comprada el día anterior en Rut’s (como si fuera una juntada cualquiera) que no comimos sino hasta la tardecita, pero el resto en la casa era vital, la felicidad por el juego que desplegaban nuestros héroes, y los goles que vinieron, y porque los niños varones jugaban un partido paralelo que apenas interrumpían para ver una repetición. Simón y su amigo Luca pateaban en un pasillo de la casa. La puerta de calle, un arco; dos patas de una mesa, el otro. Un amistoso en una cancha de cuatro metros por uno. En el living, tres familias volteadas en el piso, o en sillones, siguiendo el relato triunfalista y papelonero del relator de TyC sports: “la tierra de De Vicenzo, de Fangio, de Olguín, de Pernía, del Comisario Villar”. Esa enumeración que al tipo se ve que le pareció una gran creación y que fue una patada en las pelotas para todos los condenados a su relato y que por eso se la deformo, para joderlo.
Pero era demasiado bueno para ser verdad. Cuando Francia anotó el dos a uno y ya había constancia de que el fútbol total que la selección Argentina había jugado durante 60 minutos ya no circulaba sobre el césped del estadio Lusail, fue ahí que sufrí lo que nunca me había pasado, y que me angustió especialmente como padre, una pérdida absoluta de fe, un bajón como de azúcar y sodio, y entré mentalmente en un corredor oscuro. La locura y la impotencia en el departamento era total, tanto que en la pantalla meten un contraplano de Emmanuel Macron en un tiempo muerto, y Verónica, habitualmente moderada en sus manifestaciones, le grita ¡hijo de puta! al presidente francés, haciendo incluso carpa con la boca, para mejorar el alcance. Los niños giraban sus caritas hacia los padres con algo de piedad y de temor. De pobre mamá a qué le pasa a mamá.
El horror de tres familias, incluída la mía, con sus niños, todos sin respuestas, impotentes, ante la segura eutanasia del equipo nacional. Informé que me retiraba, ante el total desinterés de los demás por mi anuncio, y me metí entonces en el cuarto de Luca y cerré la puerta. Me tiré en su cama, violando la prohibición de tirarse en una cama ajena, sin pedir permiso, y me puse boca abajo, agravante, y apreté mi nuca con los brazos y, por supuesto, Francia empató.
Pasé a sentirme directamente una babosa, un ente liviano, gelatinoso, sin corazón, y las dos neuronas que permanecían alertas me hicieron crecer por dentro la idea de que me había quedado sin ideas para seguir liderando una familia, y que de perder, era imposible seguir adelante. Me levanté de la cama, y me tiré al suelo, las rodillas contra el parquet, abiertas, haciendo la V, y dejé caer la cabeza hacia adelante, y estiré la columna con la respiración, como para hacer algo, mientras me seguía creciendo el fatalismo: no voy a poder con esto, no voy a poder. Entró, entonces, Amparo al cuarto a anunciarme que empató Francia. Los gritos escandalizados en la casa habían sido elocuentes al respecto pero ella quiso venir a informármelo.
Sin levantar la cabeza, le pedí que cierre la puerta y me preguntó qué estaba haciendo en el suelo: rezando, hija, rezando.
Y me preguntó, entonces, razonablemente:
¿Qué es rezar, papi?
Rezar es pedirle a dios por algo que vos no podés resolver solita. Tuve un microsegundo de satisfacción por lo articulado de mi respuesta. Tres neuronas.
¿Puedo rezar yo también?
Por supuesto, y se tiró al suelo de cabeza, pero recemos normal, mi amor. Y levanté el cuello y nos arrodillamos juntos, a la cristiana.
Que ganemos, Amparo, que ganemos, dios. Repetí, dale.
Que ganemos, Amparo…
No, no, no, qué ganemos, dios.
Que ganemos, dios.
Cuando fue el turno de los penales regresé al living y me eché en el sillón. La fija de perder había pasado, y esto ya era más pares y nones, un casino que tolero mejor. La mesa seguía con su espectáculo de knishes y sandwiches de pastrami envejeciendo, pero en paquetes ya semiabiertos por las criaturas que habían suspendido el amistoso para ver la definición. Los penales son como mirar el fuego, difícil apartar la vista.
La secuencia es conocida, pero cuando Montiel la embocó, yo me tiré al piso con un grito desgarrador, y es posible que haya tenido un paro del que salí vivo, y grité como un condenado, y lloré, y todo el departamento fue un verdadero aquelarre, aunque me perdí los detalles por mi propio extravío, hasta que Simón, de pronto, me empieza a pegar patadas y piñas, enojado y también llorando, pero de bronca. Desconocía a su padre y lo quería de vuelta, como diera lugar. Me disculpé con él y, desde entonces, trato de remontar ese recuerdo, rehaciendo el festejo, para que se le vuelva tolerable y no parte de un problema de difícil comprensión.
Inmediatamente después del Mundial llegaron las fiestas y el año nuevo, como todo el mundo sabe, pero no todo el mundo sabe que donde fuimos a pasar fin de año, y a quedarnos unos días de vacaciones, Villa Pehuenia, no tiene Internet. El pueblo es precioso, por la geografía especialmente, sobre la que los argentinos no tenemos ninguna responsabilidad, pero llega una sola gota de Internet por antena y esa gota derrama por todos los modems de todas las cabañas, de todos los hoteles, de todas las tienditas, de todas las gomerías, de todos los rentals de kayaks, por lo tanto abrir un video comprimido es más difícil que meter los seis números del Loto. Ni siquiera existe el privilegiado con Internet. Nadie tiene Internet. Tampoco hay 4G. Una genialidad del gobierno de Neuquén que a 28 años de la primera conexión digital en Argentina no logra que en una de sus grandes atracciones turísticas alguien pueda mandar una foto por whatsapp a sus familiares, y sí logra que los comerciantes pierdan muchas ventas porque el posnet no levanta el QR cuando lo lee.
A lo que voy es que fueron diez días sin ver repeticiones, sin ver cámaras cenitales mostrando pases imposibles de Messi, la inspiración, previa al disparo, de Montiel, el momento del pucherazo de Scaloni después de persignarse tocando la línea de cal. Y sin ver el sermón táctico de D’Alessandro. Fue como volver a tener imaginación.
Ya termino.
El último sábado lo pasamos en un campo en Zárate, árboles añosos, una estancia bien cuidada, la mesa debajo de un olmo, con gran sombra, y un montón de niños. Hermoso (y difícil). Por suerte, dios inventó la idea de que el vino es como la sangre de cristo y entonces es de venta libre, y el ruido y los reclamos y demandas infinitas de los niños se vuelvan un murmullo, como el aire acondicionado. De a poquito los pibes van captando la onda de que se las tienen que arreglar solos en todos los temas menores. Los papás están para lo estructural, traslados, gastos fijos, daños mayores, pero boludeces no. Si Lucía te quitó la muñequita Lol, pues analizá el tema con Lucía y lo vemos en Casación en dos meses, si no te conforma. Pero claro, aún queda socializar con otros adultos.
Muy difícil para quien no maneja el arte de la conversación liviana. Realmente los avatares de las gordas y los gordos, tema principalísimo a la salida del jardín de infantes, no me interesan para nada y, al contrario, los temas más sociológicos: guita, poder, las enfermedades y las costumbres, me interesan mucho más, pero son inaccesibles en estos encuentros donde la idea es juntar a los pibes en vacaciones, más que nada. Entonces, quedo atrapado en algo autista, que me sale sin querer, y que es empezar a repetirme y repetirme cosas del tipo: “es otro fútbol, presidente”.
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A lo largo de los años, ya sea escuchándote en radio o leyéndote donde sea, sigue infalible el pensamiento: como me gustaría ser amigo de este tipo.