Estoy realmente enloquecido con el otoño. Recién a los 55 años puedo apreciar en toda su dimensión la circunstancia excepcional de este clima tan benigno. ¡Cómo se pierde el tiempo, presidente! Tantos años mirando a las demás personas, sus hábitos, copiando, descopiando, leyendo, mirando películas, adiéstrandome para sobrevivir, huyendo de la más mínima posibilidad de ser un imbécil o un perdedor, y sin detenerme lo suficiente en el cielo, en la luna, en las estrellas y en las copas de los árboles, toda la huevada de los poemas españoles, sin captar que allí también hay compañía, abrigo sentimental y que son instituciones limpias, libres de las toxicidades de la vida en sociedad donde, por mejor que nos vaya, hay siempre una negociación, un pacto, un velo mercantil que contractura. Por el contrario, el clima en sí, qué es: solo regalo de la naturaleza, las calles tapizadas de hojas amarillas y secas que crujen al paso, el cambio de nuestra dieta con el ingreso a la cancha de los guisos y de las sopas, y entrar en calor con una camperita, quitártela para jugar, y dormir con un pijama divino. Ahora que lo pienso, Buenos Aires se me representa siempre otoñal, y gris, cada casa de pastas donde hice la cola, Al puro huevo, La Porteñita, La Genovesa, vuelven a mi memoria bajo el manto de neblina de un otoño eterno, el colchón de hojas de mi patria, mi ciudad, mi establo, mi cuna y mi tumba.
Este otoño, Simón volvió a llamarme papi. Terminó la etapa de desmontar nuestro vínculo a ver qué más había, de reírse de la formalidad. Nunca le pedí que lo ajuste, pudo haber sido que recibió indicación de la madre o que se hartó de las correcciones que le hacían los demás cuando me llamaba, en privado y en público, Esteban o Stevie o, peor, vio que ningún compañero llamaba a sus padres por el nombre y resolvió adaptarse. Estoy conforme con este giro, me siento mejor pagado si me dice papi, y atribuyo mi conexión nueva con la naturaleza a mi conexión profunda con Simón y con Amparo. Es ridículo cómo el vínculo con ellos se adentra en nuestras memorias individuales y en las comunes, y a diferencia de todos los otros vínculos que tienen la amenaza o la posibilidad de la fuga, el desamor o la traición, esta relación se hunde en la tierra como un árbol indestructible y facilita la responsabilidad de hacerlo bien y de no desertar de ninguna de las obligaciones. La primera, amarlos locamente.
La segunda es despertarlos a la mañana con toda la ternura del mundo, acariciándolos, frotándolos si tienen frío, que lo primero que escuchen es cuánto los quiero, lo orgulloso que estoy de ellos, y ponerles canciones mientras luchamos, de eso no se puede zafar, para que salgan de la cama y se vistan para ir a la escuela y el jardín. Escuchamos esta semana El círculo de Kevin Johansen y La máquina de ser feliz, de Charly García.
Simón está muy comprometido con el fútbol. A principio de año pregunté desde mi cuenta de Twitter donde podría anotarlo para jugar, alguna escuelita que no sea hippie, donde esté presente la idea de la competencia y de jugar con la expectativa de ganar y les enseñen a perder con honor. Di con una con la que estamos muy conformes y ya está jugando un torneo interno al que llaman Champions League y en el que su equipo es el Manchester City. El miércoles lo llevé a jugar su primer amistoso con un equipo de otra escuela de fútbol y cuando todo terminó y se saludaron respetuosamente con los rivales, el niño salió transpirado y le puse un camperón, como se hace en las grandes ligas cuando los jugadores salen reemplazados, y volvimos en auto charlando casi como dos amigos. En un semáforo le mostré los goles de esa tarde del Inter al Milan y cuando me fijé la hora eran justo las 18.53 y le conté del reloj que guardaba el payaso Firulete en un saco y que siempre le hacía decir: son las siete menos siete faltan siete para las siete.
Simón también juega al tenis desde los 4, y ha hecho mejoras notables de un año a otro, pega el drive soltando el brazo, cerrando el swing atrás del otro hombro, como poniéndose una bufanda, y pienso si me hubieran enseñado así cuánto mejor habría jugado. A mí de chiquito me decían, dale, dale, firme la raqueta, y poco más. Después me pasé toda la vida tratando de jugar bien al tenis y no logré pasar de la quinta categoría, algunos partidos en cuarta. Defectos técnicos: el brazo se encogía a medida que se estiraba el peloteo. Cuando aprendí que podía pasar la pelota un metro arriba de la red y configurar una parábola y que la pelota viajara y picara de mitad de cancha para atrás me pareció que había descubierto el cacao y en los entrenamientos era un fenómeno, pero en los partidos, a la tercera bola, el gesto técnico ya se me había escapado. Otro drama: no podía cortar la inercia del cuerpo cuando corría a volear o debía volver si me hacían un globo fácil. Lo que sí aprendí fue a sacar. Leí en alguna revista de tenis de los años 80 que era el mismo gesto que tirar una piedra lo más lejos posible, y la verdad que eso lo capté y siempre funcionó. Lo atribuyo a que es algo más estático, un movimiento, la concentración se fija en un solo acto, y no en una secuencia como es jugar un punto completo, y que, además, implica violencia.
Me esforcé tanto por lograr algo que no estaba funcionando que hacía entrenamiento físico para el tenis, ejercicios de potencia para brazos y piernas, el hambre de top spin era muy genuino, que la bola viaje acelerada con efecto hacia adelante, que pique y se levante como loca o nerviosa, eso era muy real. Hacía también unos ejercicios físicos mentales que consistían en poder resolver, al 90 por ciento de las pulsaciones, pruebas matemáticas, de memoria y de rapidez para golpear una pantalla en cuanto apareciera un marcianito y vuelta a correr, a saltar la soga y hacer skipping con la escalerita. Hace quince años hacía yo esto un martes y me volvía a casa en la bici y me preparaba para dar el taller de escritura. Por efecto de las endorfinas en la clase me iba genial, pero al otro día en la cancha la cosa no marchaba, podía correr un montón, pero el brazo se encogía y yo me distraía, pensaba que estaba perdiendo el tiempo, que tendría que estar haciendo otra cosa pero me decía, también: Estebitan, todo tiempo es tiempo perdido, como cosa filosófica que mantuviera mi fantasía de hacer algo para lo que no estaba diseñado, o para lo que ya estaba tarde. Los fines de semana y de noche jugaba torneos debajo de las autopistas de la ciudad con gente de todas las edades, de todos los talantes. Pero, aun ganando, volvía a casa con la sensación de estar hundiendo energía en una causa de suma cero.
Una anécdota con Vilas, en aquellos años, me devolvían la autoestima deportiva en cada fracaso. En 2008, vamos a decir, se jugaron una serie de Torneos Futures en Buenos Aires, repartidos entre el Vilas Raquet, el Baltc y el Tenis Club Argentino. Guillermo rentaba con su nombre la institución pero no era el dueño del negocio. Por supuesto, en el Vilas estaba como en su casa. Y siempre se lo veía peloteando con algún junior. Una mañana lo veo en una de las canchas todo vestido de negro, como le gustaba, y me aproximo al alambrado para ver mejor, ver de cerca a Vilas, nada menos, ver todo y Willy increíblemente falla muchas bolas, que terminan en la red o que no le sirven al junior para volear, suena incluso mal la raqueta, desafinada, como si no diera muchas veces en el punto dulce del encordado, Vilas jugaba como yo, y yo estaba más frustrado que él y, como si me escuchara la ansiedad, Vilas, tras mandar la última pelota a la red, y apurando el aro contra el suelo para levantar otra, me mira y me dice: estoy descoordinado, che.
Vilas siempre fue un raro total. La demencia es un viaje de ida pero que arranca antes de que se la diagnostique. Pero cuánto tiempo sos raro antes de que quede claro que hay algo más. Difícil de establecer. Sobre Guillermo me partió el alma el documental de Vilas en Netflix, que se llama Vilas, serás lo que debas ser o no serás nada y que usa a nuestro campeón con el propósito de endiosar al autor ideológico del film, el señor Eduardo Puppo quien tiene el monopolio de la prensa en los torneos de tenis en la Argentina, o sea que es el que dispone de las pulseritas, los colgantes, los accesos a los vips en todos los torneos que se juegan en Buenos Aires, y se ve que lo hace bien o que lo hace barato (en Argentina te pueden contratar por un solo ítem) porque no tiene competencia, es siempre él, y cultivó tal relación con Vilas que, según cuenta en la peli, por su pedido expreso quedó de custodio de todo su archivo de fotitos, recortes, raquetas y audios. Desde entonces, Puppo es su María Kodama y quien quiera hacerle honor al creador de la gran Willy tendrá que vérselas con él.
Puppo dice que se tropezó con un deseo de Guillermo: que se le reconozca el top 1 porque una vieja contablidad de puntos lo dejó sin esa cumbre en el ranking de 1977. Y él se puso las pilas y comenzó a investigar y dio con un profesor de matemáticas del otro lado del mundo que le dio una mano para hacer las cuentas bien. El documental tiene un archivo increíble, la gran ventaja de haberle llevado el raquetero a Guillermo, pero al no haber otros documentales no se puede saber cuánto más podría haberse encontrado en la infinidad de cassettes y recortes. Vilas brilló en los años setenta y fue una gran estrella internacional así que seguramente en la televisión europea hay más y mejor.
Pero aun con esa base material, el documental es como un Trabajo Práctico para la facultad. Los lugares comunes se encadenan como los apalaches, con gran pánico de que no parezca un documental. Vilas aparece retratado en su niñez, interrogado por sus estudios, presentado en tanto hijo, como músico, como poeta, pero su faceta romántica está oculta tratándose de un aspecto de la vida de cualquier persona que, quiérase o no, come un poco de tiempo en la agenda. No al Vilas de Puppo. Según la película, después de los partidos o entrenamientos Vilas sólo quería volver al cuarto de hotel “a escribir”, “a mirar el techo”, “quería ganar, ganar”, perfeccionar el top spin. Que haya tenido una romance con la princesa de Mónaco, historia que aún le aparece en sueños a la mitad de sus contemporáneos, se ve que les pareció una boludez en relación a no perderse las imágenes de su señora, Puppo’s wife, buscando información en Google, la manito en el mouse, el tronco aproximado a la pantalla, lo que John Ford llamó plano de locutorio.
En la película, Puppo habla como si lo entrevistaran, esa típica toma de ¾ de los documentales y entonces hace un fraseo vacilante como si respondiera por primera vez, como si fuera sorprendido por las preguntas y es aburridamente obvio que está leyendo un guión. La frase serás lo que debas ser o no serás nada, es una frase extractada de unos cassetes (las cassettes habría dicho Mariano Grondona) que Vilas iba grabando a modo de diario de vida o para mandarle a los amigos, cuyos nombres se omite, y que no aparecen en el documental, ninguno, capaz porque murieron todos antes de los setenta años. Raro, pero puede pasar.
No queda claro en qué momento, o en qué año, Vilas le cede este material. Por otra parte se omite el hecho de la enfermedad neurodegenerativa de Vilas. Penosamente se abusa de su presente y, sobre el final, en el desenlace esperado, lo visitan en Europa. Y le presentan la novedad de que llegaron a la conclusión de que sí, fuiste el número 1 del mundo. Ahí, éste Guillermo de ahora llora y queda registrado, el filme corona.
No se puede discutir que la pobreza del documental está en perfecta sintonía con el paisaje palurdo que presentan los torneos de tenis, las minitas con los anteojos de sol como vinchas, los machitos con sus sombreros de paja, Martin Bossi tomando una Seven Up. El documental, en ese sentido, no es más inteligente que Batata Clerc, si es que esto sirve de referencia.
Ya termino.
En aquella época que me obsesioné por mejorar el tenis e iba a ver hasta los torneos Futures, los que dan menos puntos y plata de la ATP, tengo anotada otra escena. En una de las canchas auxiliares está jugando la qualy del torneo un jovencísimo Guido Pella. Pegado al alambrado, su coach de entonces, Fabian Blengino, que había sido el coach sufriente de Guillermo Coria en aquella final dramática de Roland Garros de 2004. Blengino sigue con atención sufriente la acción de Guido y, en determinado momento, tras perder un punto, Guido, con bronca, va a buscar una ball pegada al alambrado, y Blengino le dice, enfático: Guido, esto es un millón de pelotas adentro. Y esa fue mi última lección de tenis. Que entre, hasta exasperar al contrario.
Cuando se juega al tenis hay que tratar de no pensar en nada, hay que apagar el balero, y vivir un mantra de botes y rebotes, seguir la música de pica pega, pica pega, que acomoda el juego rítmicamente, llevar la raqueta hacia atrás lo más rápido posible, mirar la pelota en cada impacto, completar el swing, hacer el saltito antes de volear y sacar como tirando una piedra con bronca. Pero en cada tiempo muerto, y el tenis tiene diez mil, emerge siempre la misma pregunta como un puñal, ¿para qué?
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