Lo último que sé sobre la vida, zzzz, y sobre vivir en sociedad es que hay que calentarse lo mínimo y estresar casi nada a los demás. Se compra sólo lo indispensable, se acopia carbón y leña, se freezan tiras de asado, al médico vas sólo cuando agotaste todos los diagnósticos caseros y sigue la molestia, no se rompen las pelotas de los maestros, si dicen algo que no te gusta, te la comés, y no lo discutís con la criatura que simplemente no sabe de nada, no sos cliente de la escuela que elegiste, tampoco se llama a la policía por edictos menores y hay que consumir poquísimo, remendar la ropa, las zapatillas, reciclar y reusar, no por el medio ambiente sobre cuyo futuro no tenemos influencia existiendo CHAINA y sus cincuenta millones de factorías humeantes, sino por mi, por vos, por Piero que está internado, y para que las calles no sean un asco. Hay que achicar los placares, los estantes, cumplir a rajatabla con la regla de 80/20 entre ocupado y vacío porque es la forma rápida de encontrar. Y todo lo que sobra, compañeros, a Caritas. Si juntás dos mangos, todo a infraestructura para vivir cómodo con poco, y si juntás tres, juntás para Europa y no para Disney. La libertad de vivir con lo que hace falta y bien. Carajo. Viva.
Dios sabe lo que a mí me gusta el quilombo, ya me expedí sobre el particular, pero es posible que me haya quedado corto. Quiero presentar la sensación física de poder crear o participar de un sismo social, colectivo, electrizante, de naturaleza absoluta, a todo o nada, donde solo se afecta la vida de quienes creen tenerlo todo controlado: en ese caso soy un chimpancé que salta y aplaude rebelado, alzado y con hambre. Los primeros fuegos, la autoridad soliviantada, los chozas ardiendo, los autos dados vuelta, las rejas de un banco golpeadas con un martillo, con un bate, con los puños ensangrentados, los anteojos astillados de un colaborador del Fondo Monetario, todo eso vive en éste legítimo argentino que evoca y combina un hormigueo de fantasías sobre el futuro próximo, y los recuerdos de mis años de estudiante en la Escuela Normal cuyo piso de mosaicos calcáreos de un siglo, traídos de Italia, en la planta superior temblaba y hacía temblar las aulas de media manzana y vibrar todas las ventanas y suspender las clases de la primaria en la planta baja por el griterío cuando quinientos pibes saltábamos al mismo tiempo al grito de “tengo las bolas por el piso, nadie me lo va a negar…”.
Sé, porque lo veía en sus ojos, que era uno de los momentos del año más esperados por las autoridades también, por el rector Cardiello, por el profesor Gagna, nuestro biólogo de guardapolvo marrón, peinado con Alerta. Desde primer grado a cuarto año vi y escuché con admiración la vuelta olímpica de los alumnos que egresaban, y en quinto también fui yo quien dio la vuelta más esperada, comparable al nacimiento de Simón y Amparo, al triunfo de Alfonsín, al Mundial de Qatar y no puedo asegurar, de ninguna manera, que tuviera relación con la idea del egreso y posterior progreso de los estudiantes sino con el fenómeno indisciplinario y disruptivo y, por qué no, con este gran verso nacional:
tengo las bolas por el piso
Ayer a la tardecita, antes de sentarme a escribir, me pareció buena idea ir a hacer mi entrenamiento intervalado al gimnasio, porque aspiro a la eternidad, pero el software de los molinetes me denegó el ingreso; quise saber por qué, y la señorita del mostrador vestida de gimnasta me dijo que tenía vencido el apto médico. Me dije fuck. Y me agregó apesadumbrada que no me podía dejar pasar. Ningún problema, le respondí. Hace unos años habría armado tremendo despelote, lo habría tomado personal, aquí al contrario adopté automáticamente el criterio de hacerla sentir bien y la compadecí por impedirme hacer lo que yo quería por una situación tan ridícula como los aptos médicos de los gimnasios, que tienen la utilidad sanitaria de los barbijos, de las pistolas de fiebre de los supermercados, y de la revisación de los deditos de las piletas. La situación me sirvió para pensar qué se había hecho de aquel sujeto querulante que fui.
Antes: qué es el entrenamiento intervalado. Consiste, a grandes rasgos, en trotar 30 segundos a velocidad media, ponele a 7.5, 15 segundos con todo, digamos a 10, y otro 15 esperás con los piecitos a los costados de la cinta mientras esta recupera la velocidad media y tomás aire para volver a empezar, y así, no sé, veinte veces. Cansa, claro, es tedioso, sobre todo la parte de los botoncitos de bajar y subir la velocidad, pero si alguien quiere bajar la panza y ponerse buenísimo lo recomiendo como pocas cosas.
Mi interés principal es otra frivolidad: conseguir mayor eficiencia aeróbica para poder nadar más y más largos en la pileta, sin parar en el bordecito a recuperarme. La natación tiene de aburrido lo de la malla, el baño, cambiarse, el bolso mojado, olvidarte siempre algo crucial para la actividad, la inútil revisación mensual mostrando siempre los mismos diez dedos, pero para mi artrosis cervical es fundamental porque te estira el esqueleto y te fortalece el tronco y el cuello sin tener que someterme a la situación asfixiante de la sección de pesas de los gimnasios con sus espejos deformantes y el colectivo de gente con auriculares bluetooth cediéndose las series con ademanes indescifrables.
Cuando uno encuentra el ritmo en la natación es de locos, puede pensar muy profundo, es casi como la sedación de las endoscopías, aunque al salir del agua se olvida uno de lo que pensó tan agudamente. O sea, es artística y académicamente ineficiente pero no se pueden discutir los efectos positivos sobre el estado de ánimo. Sin nadar, creo que hay algo llamado plenitud esperando a la vuelta de mi casa, o en Cuervo, o cuando recojo a mis hijos a la salida de la escuela, y cuando llegó no está, pero después de nadar realmente la encuentro en cualquier lado.
Ahora sí: hace algunos años contacté a un carpintero muy bueno, meticuloso, con su metro setenta sudamericano, de nombre Ricardo, que vive aún, por suerte, pero nada simpático, como si hubiera tenido alguna desgracia enorme y que solo cumplía con su cuota para sobrevivir, él no quería agradar, pero tampoco agradar desagradando. No quería nada. Le encargaban un trabajo, cobraba el adelanto para los materiales y algo de la mano de obra, y entregaba, ni de ida ni de vuelta hacía un comentario sobre fútbol, ni sobre compañeras, meteorología, o dónde iremos a parar. Aunque le llevaba más tiempo, porque para ello debía venir manejando desde el conurbano, prefería agarrar el adelanto en efectivo, no tenía cuenta bancaria, no quería tenerla, nada que lo llevara a relacionarse con bancos, afip, call centers, códigos, contraseñas, tokens. Nada, ese hombre que tendría mi edad de ahora cuando lo conocí no quería nada de nada.
Ricardo quería su plata para sus lentejas haciendo lo que sabía y que hasta posiblemente le gustara. Hacía su entrega, aunque llevara horas la instalación, se conformaba con un vaso de agua y trabajaba callado, y no sonreía, solo tomaba su dinero al final, aceptaba las gracias, con un cabeceo mínimo y se iba. Para mi suerte, me tocó conocerlo cuando yo estaba en subida y tomaba crédito y compraba cosas que no necesitaba, como dos sacos de vestir para ir a reuniones. El efecto didáctico de haberlo cruzado me dura hasta hoy y si bien no puedo abandonar del todo el mesianismo de querer agradar, perdí completamente el deseo de rellenar con materialidades los baches de la vida, así como el de batallar por nimiedades. Sí, me resta, la ansiedad por qué cosa va a pasar con nuestra postergadísima guerra civil.
De mi sesión del sábado en la pileta extraje una sola cosa:
Por qué le funciona a Milei el grito de viva la libertad carajo con los jóvenes, dado que ellos son libres, pueden estudiar poco y drogarse, tener novia, novio, dos novias y dos novios, y reconociendo que los chicos no tienen la menor idea, ni la quieren tener, sobre la escuela austriaca de economía. Pensé, pienso, que es como cuando en el baile suena Funkytown y el cantante dice won’t you take me to y la masa canta mostaza y ketchup. Los pibes escuchan la melodía y adaptan: a lo mejor celebran la libertad de no tener nada, que también es la libertad de no tener un carajo que perder o, a lo mejor, se preparan para hacer tronar el escarmiento con toda libertad.
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es como un stand up triste. . . me encanta