(Así como Neruda escribió una Oda a Stalin lo cual contribuyó a considerar al escritor chileno como un boludo con vista al mar, yo escribí una oda a Victor Hugo Morales cuando arrancó la batalla contra Clarín. El hambre acumulado contra EL GRUPO era tal, se ve, que la campaña en el inicio prendió fácil con un montón de radicalizados disponibles, como fue mi caso. Era el año 2010, yo colaboraba en la revista Bla de Uruguay, un lujo, y era editado por la compañera Amalia Sanz en Buenos Aires y por Victoria Melián, directora del medio en Montevideo, y actual lectora cinco estrellas de este newsletter, además de donante, todo un ejemplo a seguir. Y este texto fue una de esas colaboraciones. Leído hoy es tan históricamente ridículo que me hago un mal sino me desacredito publicándolo y que forme parte de mi stock. Entonces, yo escribía con más comas, o las ponía mejor, y quisiera que fuera así de nuevo, pero tiene algunos juegos de palabras que hoy deploro, así que me siento estéticamente empatado).
Empieza:
Quiero decir esta tarde palabras hermosas sobre un hombre hermoso, un papá, un jefe de bronce, un gladiador con termo que está siempre peinado para atrás. Que mira a los ojos, que mezcla las palabritas como un poeta, que entra, incluso, en los salones y la gente se da vuelta diciéndose interiormente pero qué tapin, como el mismísimo Carlos Gardel, aunque se trata de un uruguayo, éste, posta, de Cardona propiamente, y ya saben quién es, alguien con arrebatos verbales extraordinarios, alguien bueno, alguien que, en mi humilde opinión, salvó a los argentinos que queremos lo mejor para los pobres, del trabajo tremendamente alevoso de los argentinos que quieren lo mejor sólo para ellos, aunque ya tienen sus camionetas, sus casaquintas con seguridad. Señoras, señores, por qué no lactantes, Víctor Hugo Morales es nuestro superhéroe inesperado, nuestro Hombre Araña enamorado del Carnegie Hall. Quien con el gran poder de su inmensa voz, su inteligencia, su acento en lo que es justo, asumió una gran responsabilidad: la de circular solito entre el infierno de los ricos y famosos para dar la batalla ideológica contra el grupo Clarín que no tuvo cómo contener, cómo lastimar a la voz más querida y respetada de la Argentina (ojo a la combinación), la de un uruguayo hermoso, y de Cardona.
Bah, los tristes de Clarín, en el párrafo mil de una nota inusualmente larga para Clarín, donde los cinco párrafos ya son “La crítica de la razón pura”, una nota que no llevaba firma, una note cobarde y buchona, lo llamaron “el locutor oficial”. Nunca le pudieron hablar de frente. Y así, tan desacomodados como los colaboracionistas de Clarín que no supieron responderle, las personas, los ciudadanos, los consumidores, los hombres y mujeres de a pie, se preguntaban, calladitos, durante la batalla de la Ley de Medios qué le pasó a Víctor Hugo, como si les cayera una ficha interna a nuestros millones de indiferentes, que se deslizaba, aceitada, sin hacerlos hablar, porque eso los llevaría a diferenciarse en un campo vedado para ellos, el de la acción pública; pero, claro, cuando lo veían en la tele a Víctor Hugo argumentando, diciendo “Clarín”, las dos sílabas diabólicas, todas las letras, cargándose, a puro tiki tiki conceptual, al multimedios, se hicieron sus preguntas. El relator legítimo daba legitimidad a una batalla que, de este lado del río argumental, del lado de los buenos, sólo tenía personajes de poca monta, malos argumentadores o enviciados, como voceros, el sinfín de kirchneristas de cuarta. Y si Víctor Hugo, a quien hasta ayer las masas abastecieron de admiración, lo apoyaba, cuán malo podía ser el proyecto, y por qué, entonces, Clarín, el diario de los clasificados, no sería la porquería de la que se habla tanto, si Víctor Hugo los mordía y no los soltaba. Se dio, entonces, vuelta la taba en una conversación nacional empatada. Y no se asustó, nuestro superhéroe, eh. Cuando vio que quedaba solo en el ring, que eso podía dejarlo pegado con los políticos feos, sucios y malos; podría haber experimentado el vértigo que da el compromiso, la ficha interna otra vez, aceitada, cianúrica, recorriendo, amarga, las cavernas íntimas, y que es tan usual en el mundo de la famosidad, donde lo que devuelve el espejo es lo más importante, lo único. Y no, siguió Morales, se enlodó dulcemente en la música contracultural.
Mi tesis es que el hombre esperaba el momento de coronar en su vida, que después de haber hecho todo bien, una carrera, una familia, los relatos que cruzarán el tiempo por generaciones, especialmente uno, luego de que cada salida al aire, de un millón de salidas al aire, salió magnífica; con recursos, además, con su famoso departamento en Nueva York, con una red grande y cómoda donde caer si la aventura salía muy mal, con tiempo, además, para disfrutar la coronación, en uso de su gran elocuencia, y sin interlocutores a la altura de esa elocuencia, podía hacer un gran testimonio público libre de rentabilidades materiales, puro ejercicio moral. Y no es que lo hiciera desprendido de resentimientos personales. No. Porque no es un héroe raro, no es un rosarino con plata que viaja a Cuba en moto a tirotearse por la propiedad de los cañaverales. Víctor Hugo discutió de plata con cuadros del multimedios, le ofrecieron cosas, aceptó algunas, rechazó otras, pero se sintió, sin embargo, maltratado siempre. Es lo que cuenta. ¡Y un príncipe!, se siente maltratado por cosas que para un plebeyo no serían nada. ¡Vivan los príncipes que no toleran los malos tratos y que no maltratan! ¡Mueran los plebeyos que se bancan todo! Aunque lo peor que le hizo el multimedios –si seguimos la intensidad de su relato guerrero en los reportajes de los últimos meses-- fue manipular el tiempo del directo que hacía Canal 13 y Torneos y Competencias de los partidos que transmitía Víctor Hugo por la radio. Torneos y Canal 13, ambos del Grupo Clarín, atrasaban o adelantaban segundos la transmisión de modo que ya nadie podía seguir la locución de nuestro uruguayo y mirar el partido bajando el volumen de la televisión sin frustrarse. Un crimen. Algo intolerable estética e históricamente considerado. Millones de nuevas familias no pudieron perpetuar la tradición de poné a Victor Hugo.
Visto desde la mediana distancia de quienes lo queremos, sin tener que compartir el baño, Víctor Hugo no presenta fallas en su sistema operativo. Qué se le puede reprochar, entonces, a este genio del fútbol mundial. Desde nuestro rincón de Piacere, en Paraguay y Gurruchaga --donde se guarece, la minoría que resiste--, no podemos hacer más objetiva esta declaración de amor. Quién sabe tiene sus días malos, Víctor Hugo, como los tenía San Martin, del que se habla tan bien, que se levantaba y no saludaba a nadie hasta después de la tercera taza de opio y había que tolerarle al general media mañana de gruñidos, había que aguantarlo cuando afilaba la espada con las herraduras puestas de los caballos hasta hacerlos sangrar. Al respecto, indagamos pudorosamente en las inmediaciones del relator: decime algo que me lo relativice. Y cuando buscan en sus recuerdos, las fuentes, encuentran algo a lo que no le encuentran mayor explicación y que no les alcanza para un cuestionamiento, aunque no les cierre del todo: que el uruguayo nunca camina solo. Que una estela de colaboradores lo sigue en racimo llevándole papeles, auriculares y el termo. El famoso apéndice de la famosidad y el poder. Les pregunto a las fuentes si piensan que eso es algo naturalizado por tratarse de un personaje de esa envergadura, o si ven en Víctor Hugo la propia construcción de su condición noble, que no daña a nadie, es cierto, pero que le podría impedir situarse como par ante los demás. Y ahí se quedan mudos. Uhmmm, dicen. Vos sabés que no sé. Es una cosa que el tipo entra a la radio y todos se dan vuelta, qué sé yo carisma, no sé. Llegado el punto, no dan más y todos dicen no sé.
Yo, lo vi una sola vez, en la cancha de River, en el palco de prensa, donde están todas las cabinas. Hace quince años. Había terminado el partido, el caminaba con Marianito Closs al lado, y cuatro anónimos atrás, y como que refunfuñaba con Closs --sin actuar, ya nadie lo veía, no lo escuchaba ningún oyente-- sobre la calidad del partido. Qué vergüenza estos tipos, eso le escuché. Esa virtud tiene, además. Le gustan en serio las cosas de las que habla. No es la trágica existencia de Nelson Castro que a los cincuenta y cinco años se va de vacaciones con la madre. Nelson hizo vestuarios durante el Mundial 78, mientras se recibía de médico y no le gustaban, sin embargo, ni el fútbol ni la medicina. Se recibió de las dos cosas igual, pobre, de comentarista y neurólogo. Pero nunca pudo comentar las pasiones y los pánicos que orbitan en su cerebro. Completamente mudo para sus sentimientos y padeceres. Ambicioso, no obstante, cuando descubrió la libertad que le daba el dinero para mantener a raya a su mamá, se consagró a buscarlo y empezó a hablar de otro tema que no le interesa pero que bien llevado puede hacerte próspero, la política. Y renunció para siempre a comentarse. Nelson no habla, sino que es “hablado” por los anunciantes que le financian la soledad y las escapaditas. En otro rincón, digamos, de los contemporáneos victorhuguianos, Adrián Paenza, alguien no menos dramático, un chico índigo ya sexagenario que es hablado por sus lectores. A quienes les dice lo que ellos esperan que él diga. Que los entretenga con estadísticas, que los haga felices con las matemáticas, con fábulas que convenzan a los niños de lo hermoso que es levantarse a las seis para ir a la escuela. Morales, al respecto, no es boludo. Le gusta el fútbol, sabiendo que es un entretenimiento fenomenal que acompaña al capitalismo concentrador y explotador y empobrecedor, pero sabiendo también que es una suma de historias orales que se cuentan en bares, poné a Víctor Hugo, saberes preciosos que se hilan en las memorias y acompañan el largo canto del cisne que es una vida. No importa el fútbol, importan los lazos sociales creados en torno a los partidos, el idioma común, la misma bombilla.
En El Hombre Araña 2, Spiderman lucha contra un malvado lleno de garras, tecnotrónico, con muchos medios para reventarte. En la escena cúlmine, el Hombre Araña debe ofrecer su cuerpo para que un tren le pase por encima y el pasaje no caiga al vacío. De más está decir que lo logra y ya del otro lado del abismo, los pasajeros, agradecidos, recuperan el cuerpo maltrecho de Spiderman para ser curado. Es una escena emocionante donde los ciudadanos se van pasando al superhéroe con los brazos y por encima de sus cabezas. Spiderman es inmortal, es su condición adicional. Victor Hugo envejecerá. Y un día, en fin. Ese día, dejenmé ayudar a llevarlo en andas a donde quiera descansar porque le estoy muy agradecido.
Me parece un gran valor Nina Suárez, hija de Rosario Bléfari.
1. Escribís mucho mejor ahora.
2. Escribís mucho mejor ahora.
1.- Coincido con Grinberg, escribís mucho mejor ahora.
2.- Hemos hecho el mismo recorrido con respecto a la figura de Víctor Hugo
3.- No me siento una boluda solitaria
4.- GRACIAS!