La crucifixión fue una bestialidad inconcebible que los romanos usaron con todos los ladrones y contreras al régimen. Jesús se desangró en los palos, como uno más, sólo que sus acciones previas a la muerte y la posterior resurrección lograron que su vida cruzara milenios y le dieron marco normativo a todo lo que conocemos y queremos. Cristo ya es costo hundido para Occidente pero que las personas tengamos en común ideas parecidas sobre lo que está bien y lo que está mal, que reconozcamos virtud en perdonar, en dar, en compartir el pan es una deuda que tenemos con aquella vida y pasión, verdadera, imaginaria, única, inolvidable.
Jesus se caracterizó por una extrema devoción a su padre celestial, se expuso y sorteó los engaños que el diablo le plantó ante sus narices y fue piadoso con sus contemporáneos, los leprosos, los ladrones y las putas. Tenía el don de la palabra, era sintético, alegórico, e hizo magia varias veces para reunir fieles y que se rindieran a su divinidad, perdonó además a sus perseguidores.
Simón, mi hijo de seis años, por esas delicias de la currícula municipal y del calendario de feriados, ya tomó nota en la escuela de los campos de concentración durante el último gobierno militar, por lo que interpreté que era tiempo de revelarle el misterio de la Pascua, explicarle la razón de esta mini vacación, al precio de incorporar a sus pesadillas infantiles las manos y pies clavados a martillazos de nuestro señor. La verdad, toda junta y con la bocina del padre.
Más aún, ayer, regresando de Ciudad Jardín, después de un quincho con figuras relevantes de la política local, sobre el terreno mismo en que se libró la batalla de Caseros, también le expliqué sobre esa carnicería de tres horas, y le dije que la ganamos, y fuimos por todo con la madre y le contamos cómo se habían ordenado los bandos en la Primera y la Segunda Guerra Mundial y que en casa estamos a favor de Ucrania pero que él cuando sea grande puede elegir.
De niñito me compraron en la feria de San Isidro una cruz de cuero labrado con un botón de piedra turquesa donde va la cabeza volcada de Jesús en los crucifijos más dramáticos. Lo tuve en la cabecera de mi cama toda la primaria, la secundaria, el CBC, y me lo llevé cuando me emancipé. Pude haberme arrodillado para rezar alguna vez, pero normalmente mi monólogo con dios fue siempre una inmersión muda, angustiada, culposa, triste. Le hablaba a dios y me preguntaba: ¿le estoy hablando a dios? Temprano capté que eso no era lo más importante. Lo importante es que no tenía un padre al que hablarle y que me paternizaba como podía y que si hablarle a dios era una locura, bueno, era inofensiva, barata y útil.
Dios hizo su milagro, de todos modos, en ese departamento de Caballito, porque el único recuerdo cálido que tengo de la infancia con mi padre Asperger es cuando algún sábado previo a tomar la comunión, tirados en la cama, descubrió en mi libro de catequesis que se sabía una de las canciones que estaban publicadas, porque la cantaban cuando fue pupilo de los curas del Verbo Divino en Santa Fe, y la cantamos juntos a viva voz. “Cristianos venid, cristianos llegad, a adorar a Cristo, a adorar a Cristo, que está en el altar”. No tuve tres recuerdos cálidos, ni dos. Sólo uno: ese.
En 1998 me compré otra cruz, de una madera liviana, en el mercado de Tlaquepaque, un bonito barrio de Guadalajara, y la tuve siempre apoyada contra los libros en mi biblioteca, un papel menos protagónico, pero siempre presente. Ésta me acompaña desde que me puse una familia.
De poder elegir, quisiera a esta cruz apoyada sobre mi mesa de luz, pero las criaturas tienen otras ideas y la cruz viaja por toda la casa como un juguete. Pedí respeto una vez, pedí respeto dos, pero a la tercera interpreté que a Jesús no le parecería un gran tema ser revoleado o usado como bate y, en verdad, espero que no tenga para ellos las funciones que tuvo para mí. A la cruz y a dios le pedí de todo en aquellas inmersiones: que mi papá vuelva temprano y vivo cuando los montoneros mataban policías, que mi mamá se calme, que mi tío Basilio sobreviva, que dios salve a todos los marineros posibles del naufragio del Belgrano, que gane Alfonsín, que yo apruebe biología de tercero, que todos los enfermos terminales se mueran sin darse cuenta.
Dios se presenta en mi terraza cuando un colibrí picotea un farolito japonés de mi cantero, dios me lleva en andas y cuida a mis hijos. Todo esto es verdad, no lo puedo probar, pero pasa. Amparo de 4 trepa un árbol y no me acerco, pudiendo hacerlo, dejo que dios haga su trabajo. Amparo sobrevive y crece y se hace fuerte y confiada en sus posibilidades. Y lo atribuyo a que comparto la responsabilidad con la providencia. De mí no espero que dios cambie estructuralmente mi suerte. Ya fui bendecido. Y no pido nada, sólo el don de dar a quien merece y esquivar a los malos.
El calvario de Jesús es La Gioconda en la lata del dulce de batata, no es La Gioconda. En La caída del Halcón Negro empatizo más con los soldados agonizando que con Jesús en Rey de reyes, pero tal vez porque ésta es una película mala. Pero la conexión con Cristo no es empática. Es un arquetipo, un ideal. Por eso no me tomo el franco del viernes santo, porque no es para tanto, y porque no me lo puedo permitir. Los días que publico se produce el pico de lecturas, y es el día que por leer y llegar al final, los compañeros lectores caen en la cuenta de que puede no ser un delirio contribuir con el escritor, aunque sea un texto siempre abierto al público.
Tengo una buena idea de Jesús. Cristo es dar sin esperar recibir, y perdonar al que nos ofende porque normalmente no saben lo que hacen. Cristo vive en todo café de especialidad y llega en bicicleta. Es el paquero que peregrina por Chacarita y saluda a los que lo esquivan tirando sus últimos tiros de vida en comunidad, el enfermero que cambia pañales de adultos, el vigilante que pasa horas parado en una calle oscura.
La Virgen María, en cambio, me resulta amenazante. Cuando dicen que somos un país mariano pienso que son las ganas de los cardenales de borrar a Jesús porque éste los expone más en su burocratismo y vanidad. Jesus viaja semidesnudo con un paño blanco, la virgen en un manto con toques de oro. ¿Qué le pasó a la virgen que se viste tan bien y oculta su cuerpo de mujer?
Dios se presenta cuando escribo, y a veces no se presenta. Cuando se presenta me responde la pregunta: ¿qué tengo que hacer para que me lean? Y sé que me ha dicho que escriba como hablando al oído, y que tiene que ser verdadero, verdadero.
Como es sabido, Cristo tiene un pequeño quiebre en el monte de los Olivos, la noche previa al final, y le pide a dios que no lo someta a la prueba de la muerte. “Aparta de mí este cáliz”, le ruega. Un ejemplo de humanidad que agiganta la figura de Cachete Montiel que dijo “yo pateo”.
Con todos sus virtudes, sé que Jesús correría inútilmente en un partido de fútbol y sería incapaz de hacer un gol e incapaz de cortar un avance contrario, para que nadie se sienta mal.
Pero mi Jesús pesca con su padre carpintero en un río manso y conocería a mi Simón, arriba de su propia jangada, gritándome papi, llegó Jesús. Yo abriría los brazos, Simón los suyos, y Jesús nos invitaría a bajar y caminar sobre el agua hasta él. Un salvador y dos generaciones de Schmidt fundiéndose en un abrazo lleno de esperanza.