Con mucho más infierno en digestión
Como dicen que dijo Beethoven en su lecho de muerte: “Aprendí a mirar el mundo en toda su oscuridad y maldad y, sin embargo, sigo amándolo”.
Compañeros, ¿estamos soñando? ¿ya estamos todos muertos?, o es que ayer con el humo sobre la ciudad, y el cinismo de los informativos radiales martillando sobre todo lo que se sabe, con la seriedad intencionada de su deseo porque empeore, y ay, qué hijos de putas que son, ya se estableció la forma en que debemos sentir, como algo entre la vida y la muerte, y se recrea la sensación de lo que se repite, y se repite, y quedamos autorizados, por fuera de la ley natural y objetiva, para tapar las rampas, y violar semáforos que estaban al cruzar apenitas rojos, y abandonar la cortesía de las propinas, y todos los cuerpos se preparan para huir, ¡todo de nuevo!, todo otra vez, los pobres policías arriando a los pobres indigentes, de una cuadra a la otra, a los que insisten en quemar paco delante de las escuelas, en las puertas de las casas, todos sorteando la caca de los perros que se recoge solo si dios toca el hombro del dueño de la mascota porque total, si estamos muertos, y la ciudad da asco y la vida es corta, y la de las perros siete veces más corta, y si todo otra vez, las pobres mamás arrastrando a sus niños con sus mochilas descosidas, sus guardapolvos sucios, sorteando la cacota de los cachorros, y los cadáveres en progreso de los paqueros, esos papás comiendo empanadas árabes de parados, con los ojos rojos, esperando a sus hijos en las puertas de las escuelas para llevarlos en sus motos a lo de la abuela a ver qué se puede vender, porque el fin de semana, en el Parque Los Andes, al menos, el más próximo al Cementerio de la Chacarita en materia recreativa al aire libre para gente viva, comprobó la familia argentina de los alrededores que éste ya está en los niveles de ocupación de prepo del espacio público del año 2002 y se vieron a miles de manteros ofreciendo artículos personales, manijas, arandelas, juguetes, botellas viejas, con la expectativa económica, de máxima, de juntar para los fideos.
Cierta vez declararon un incendio en el edificio de Avellaneda y Acoyte donde me crié, a cinco cuadras objetivas del centro geográfico de la ciudad, siete de la cancha de Ferro, el club de la clase media, de cien mil socios antes de la primera hiper, antes de los gimnasios y de los video clubes que nos volcaron a interiores, y el pobre tío Basilio, con el que tanto fui a la cancha, quedó en medio del jaleo, a mitad de la escalera, volviendo de la vidriería con un espejo de cuerpo entero que se le rompió en una punta por la excitación del momento y su cara se volvió un drama por el gasto que iba a tener que repetir, la insatisfacción por la torpeza, y por la calentura que le iba a agarrar a su hermana, que era mi abuela Antonia, que lo tenía a Basilio, en nombre de la fuerza que el viejo ya no tenía, de mandadero; en cambio, mi madre, siempre atenta a dramatizar las cuestiones vinculares, a menoscabarse y a sobreestimar el juicio de mi padre por sobre el suyo, en este evento incendiario, se sintió empujada por un ángel a revolucionarse, y tomó el alhajero, un saquito y nos empujó a todos a la calle a asistir al divertimento del eventual incendio del edificio y de su hogar familiar, lo cual habilita, presidente, a preguntar qué es una familia, qué tipo de creación extraña se vuelve, en lugar de un remanso, o un templo donde se cultiven buenos hábitos y se aliente la emergencia de científicos y de artistas, para apreciar la posibilidad de que se prendan fuego las camas marineras y la colección de cuadernos de tapa dura; y así es que me acordé de Marcelo, un compañero del secundario que cuando nos juntamos para los 25 años de egresados, año 2010, restaurante El Trapiche de Paraguay y Humboldt, y cada uno fue describiendo su vida actual, y cómo le había ido, presentó su condición de soltero bajo el argumento de que le resultaba imposible cualquier otro régimen por más que le gustara la mina y lo dijo más o menos así: tenía una novia hace cinco años, la última en serio que tuve, y nos estábamos por ir a Pinamar, venía también su madre con nosotros, y empiezo a cargar el baúl, las sillas de la playa, los bolsos y de pronto todo se empezó a hacer más lento y me bajó como la presión, y de repente dije “no, no voy, no puedo” y los detalles del escándalo que le sobrevino me resultaron irrelevantes respecto de un hombre que vio su límite y decidió no cruzarlo antes que tirarse en palomita a un fuego eterno; pero no, mi padre no, no se enteró del incendio, y no pude aprender nada de él tampoco en esa ocasión, mis hermanos pequeños, demasiado niños para hacerse una idea y yo, justo en la edad, los siete, para justipreciar y mirarlos a todos, así que bueno, pude apreciar las distintas vivencias ante un mismo infortunio, igualito a como lo vi tantos años después en Short Cuts, de Robert Altman, una gran película, sobre historias de Raymond Carver, y el asunto es que en California esperan el gran terremoto, que no es que se levantan a esperarlo, o que se suspenden ecografías, al contrario, allí es todo para adelante, fijaos solamente el PBI de California para daros una idea, pero, buen, tienen ese chiste interno de californianos, que un día llegará y serán sorprendidos por el big one, y hete aquí que se les da en el filme, porque para eso hacés una película, para dejar de especular, y una joven madre burguesa con maridito que no arrugó, ante el esperadísimo temblor, se espanta y sabe que debe guarecerse debajo de las puertas, bajo la cama, pero hay una pareja en la película, dos trabajadores, la moza de un diner, y el que vende la nafta, que se entregan al sacudón con felicidad porque es la esperanza de que se den las cartas de nuevo.
Ayer a la tarde escribí ésta newsletter, hoy le digo ésta, mañana éste, hasta que la RAE defina cómo le gusta más, es la número 25 desde que inicié las transmisiones el 1 de febrero, y lo escribí sentado en el Quincho Quimey del barrio de Chacarita, ya convertido por la fuerza de los acontecimientos en centro de reuniones ecuménicas cuyo propósito no es conspirar sino saltar las endogamias, las burbujas, con la magia de las lentejas a la española cocinadas lo más lento posible en ollas de hierro, como lubricante social, y vino, claro, vino, y arranqué, decía, al regresar con mis niños de la escuela, atravesando la humedad y el humo que viene de Uruguay por las calles de Colegiales y dejamos el auto en el estacionamiento, nos bajamos, y Amparo me pide upa, y Simón me pide upa, pera hay upa para uno nomás, la más chiquita, y me acerco a Mario, el garagista, con quien tengo una relación fraternal de al menos diez años y a quien sé un compañero enchufado al televisor pequeño clavado en Crónica en su despacho de tickets y llaves, y le puse la mano en el hombro y me entendió al toque y me dijo “hay que aguantar” y salimos con las bendiciones, Simón recontracaliente porque le tocó caminar, y me pregunté ¿quién va a representar a Mario cuando todos canten el himno del ajuste?, compañeros, y a la policía que se acerca a su despacho a calentar el té con una resistencia, quién la va a representar, y a los indigentes que sobrevivan a los próximos meses, y a las mamás que arrastran niños; cuánta gente perderá sus dientes durante el ajuste al ajuste del ajuste, cuántas mutaciones genéticas quedarán sin tratar, sin remitir, y caminamos hasta casa, y sorteamos caca, y sorteamos a dos zombies que se nos venían de frente, y Amparo me dice:
-Sabés papi que hay gente que duerme en la calle porque no tiene casa.
-Es así, Amparito, triste, eh.
-Qué suerte que tenemos casa nosotros.
-Qué te parece.
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