Argentina 1985: sin novedad.
Que no haya ganado el Oscar le quita un poco de músculo a su intención de moldear la historia reciente, pero el daño está hecho. Y puede ser solo el inicio.
Cuando el año pasado vi, en un cine de Belgrano, “Argentina 1985” tuve un único instante de ilusión con la película. Después del famoso alegato del Chiqui Darín se muestra la pizzería Banchero de Corrientes y Talcahuano, desde afuera, y en la aproximación se ve una reunión de señores de traje adentro. “Son los abogados defensores de los militares”, pensé. “¡Y están comiéndose una pizza mientras razonan cómo seguir!”, ya con exclamaciones. Era solo el deseo de que el director sorprenda con algo después de haberme castigado una horita larga con el texto repetido de la película.
Vamos a juzgar a los militares por primera vez.
¿Vamos a juzgar a los militares por primera vez?
Sí, vamos a juzgar a los militares por primera vez.
Uno no se tiene que enojar con la película, los autores y actores, uno tiene que hacer la suya. Es medio obvio pero a veces el exceso de pasión destructora es impotencia. La película es de otro, tiene pleno derecho de hacerla como más le guste, artículo 14 de la Constitución, y aunque levantarse del cine no es tan automático como ponerle stop en la tele y parece más caro, y eso da más derecho al pataleo como espectador, no me parece un gran tema de conversación ver un bodrio en el cine y estirar mucho el asunto. Me parece, de hecho, que es algo de pobre: cómo decirlo mejor. ¿Tanto te va a afectar que una película que no te gustó triunfe? En las controversias exageradas se esconde también esa materia oscura hecha de envidias que no se pueden confesar y que pasan por crítica cultural; en los más jovencitos se agrega la batalla del conocimiento, la competitividad, que se tiene con el amigo, el hermano, el camarada (estoy citando a Abal Medina Padre) y que arma quilombo en el ascensor de la sala Lugones por un plano secuencia.
Igual, considero culturalmente útil desarmar un sentimiento duro y hacerlo con tanta claridad como sea posible, sin la pretensión de que sirva a la humanidad, al proletariado, al que levante la mano, sino para que le sirva a uno en la medida que escribir, por ejemplo, es pensar y licuar la violencia interior, y eventualmente sí sumar una gota al océano de metatextos que acompañan los productos culturales porque por qué no, si siempre además hay alguien detrás de un árbol leyendo justo eso.
Los de Banchero eran los buenos camaristas haciendo el prode de las condenas y a quienes, desde fuera, los espía un niño, el hijo del Chiqui, de Julio Strassera. Que es como el niño de Minguito Tinguitela papá, una de las mejores peores películas de la década del setenta (con una mamá montonera o hippie o las dos cosas que se borra y Minguito que queda a cargo del pibe con una barra de inútiles), o el Marcelo Marcote de Rolando Rivas; la síntesis dialéctica de todos los niños que nos despiertan una sonrisa piadosa, o de vergüenza, en el cine, cuando por el guión asumen, o los mandan, a hacer una tarea de grandes para crear un momento reidero y apto para todo público.
El bochorno de la escena se completa cuando el actor que interpreta al camarista Gil Lavedra sale a la calle y le compra un chupetín y lo manda a la casa. En ese momento, literal, tomé mi cabeza con las dos manos y me dejé caer hacia adelante. Argentina, 1985 ya estaba completamente muerta como película, para mí. Por supuesto, buena parte del público vibraba: esa distancia con las masas que siento insalvable desde el primer acto escolar.
Algo que tiene una resolución tan pava como el pico dulce de Lavedra ya no me está tocando el hombro para preguntarme si todavía estoy atento, así que solo me quedaba esperar que termine la vista y luego defenderme, y defender a los míos, no solo de la exposición al bodrio, sino también de los efectos que el éxito evidente del bodrio tendría sobre las cosas que aprecio mucho como el apego a la verdad y de las que no aprecio nada como el culto a la personalidad.
Como la Argentina es muy chiquita, uno presta mucha atención a estas cuestiones. Hay un reflejo paranoico: no todos te quieren cagar pero es indiscutible que algunos te están cagando. La película se concentra en un héroe burocrático que se independiza de su biografía al toparse con un expediente que quema y, un día, concreta la gran jugada, como el señor López que abre las puertitas de verdad, ya no a la joda, sino a la misión de su vida. Todo sin movilizaciones, sin voto popular, sin un presidente decidido que es más bien ambiguo con este tema.
Pasó recientemente con el Covid, los consumidores eligen creer y las masas se predispusieron a reproducir el concepto de la productora, como reprodujo sin drama el concepto de las farmacéuticas. A favor de la alienación organizada por la industria del cine, en la Argentina ni siquiera tienen que poner demasiada plata en avisos, hacen vía pública, y no mucho más, porque funciona por añadidura entregando a la estrella de la película, que es más o menos siempre la misma, para las producciones gráficas del fin de semana, y ahí ya hay medio partido ganado, les sirve a los dos, y las redes sociales propagan bajo la forma de que apareció un producto que nos va a enseñar cosas, y se automatiza la fantasía de un diálogo intergeneracional, y si se crea controversia también suma.
Todos contentos, más que nada por los chicos, que después hacen preguntas y que dispara una interesantísima conversación familiar sobre el gobierno militar. Al respecto, leí decenas de mensajes en las redes que me parecen en su mayoría falsos…, postureo…, todas estas familias conversadoras ¿a qué hora conversan? Por supuesto, también se suma la élite a la promoción que en principio prefiere no comerse el garrón de ver algo solo porque es popular pero necesita ver para entender por qué lo es, para estar atenta, ver si le sirve a su agenda, y si ve que no, defenderse de ella. Los que Mariano Llinás, guionista de la película, llama “los grandes pensadores”.
Una película o libro que toca un hecho histórico tiene pocas chances de ser una obra de arte sino le toca un poco el culo al público. Es como pintar una naturaleza muerta. Está bien, pero no está tan bien. Y para ello se requiere de un autor, alguien que además del dominio técnico, tenga una voz en la que crea (de creer), una mirada del mundo, que sepa despegar de lo establecido, que resista los lugares comunes que le dicen por acá va a haber más público. Tenía un poco de ilusión con Santiago Mitre, de quien había visto El Estudiante, una película económica, que pudo representar con bastante dureza la improductividad del movimiento estudiantil y, otro poco, con Llinás, que era la fija, en cuanto a la rotura del molde. Con ambos era un entero de ilusión que quedó derramado como un licuado de banana sobre la carpeta del Multiplex.
Llinás dice que le encargaron escribir una película de cine nacional. “El productor, con mucho sentido e inteligencia, dijo, 'déjense de joder, hagan una película sobre el Juicio de las Juntas'. Y eso fue muy duro porque nos estaba diciendo 'tienen que hacer cine nacional'”. Se notó. Aunque para él, que es como el gran bocho del cine argentino y por eso fue enviado a discutir con los grandes pensadores no fue pedirle que se adocene, adapte, adecue o discipline sino que fue como darle un desafío: “Uno grande: hacer una película que se pareciera a las películas que no nos gustan”. Buena.
Es indiscutible que el productor que le habló con mucho sentido e inteligencia es Axel Kuschevatsky quien con el ego tapizado de brillantina podrá seguir desplegando su megalomanía en nuevas entregas que asignará a personas que le reconozcan, como Llinás, gran sentido e inteligencia y, en equipo, vayan estableciendo con ficciones qué es la Argentina y para qué sirve.
Kuschevatzky tiene una firme vocación de aleccionar a sus compatriotas e indudable talento comercial o de relaciones públicas para poner películas en las ternas de la llamada Academia de Hollywood. Con estas habilidades puedo verlo a Larreta abrazándolo en sueños y caminando de la mano por la playa con él.
De la película me acordé el domingo cuando perdió el Oscar con Sin novedad en el frente, una chatura bélica, que va por su tercera remake, y en la conversación del día se reflotó aquel cuento de los espectadores comprometidos, que hablan en familia, y que cuentan que la película los ayudó a disparar charlas con sus hijos sobre esos años.
Los chicos sobreinformados sobre el período 76-83, mucho más que sobre la Generación del ‘80, la del ‘37 o el proceso inmigratorio que abrió la Ley Avellaneda me hacen sufrir.
Cuando mis bendiciones me pregunten sobre la última dictadura militar, no puede faltar mucho, tienen 6 y 4 años, les voy a contar de la semifinal de la Copa Davis con Checoslovaquia en 1980, en el Lawn Tennis, y de cómo los hinchas nuestros les tiraban sachecitos azules de Clinic a Ivan Lendl y Pavel Slozl, impotentes por una derrota segura en el dobles, y que la policía no hacía nada, presidente.
Y mucho, mucho después, vemos con qué los asusto.
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El problema de “Argentina 1985” es que en 1985 se estrenó su primera parte, “La Historia Oficial”.