4 nombres propios: Stutz, Carzoglio, Don Julio y Alzamendi.
Stutz
Phil Stutz es un psicólogo norteamericano que ayudó a Jonah Hill, conocidísimo actor, con su complejo de inferioridad y, posiblemente, a bajar de peso.
Hill, protagonista de 21 Jump Street, y coprotagonista de El Lobo de Wall Street es el director de este documental que se puede cliquear en Netflix y que recomiendo porque puede obtenerse de él una didáctica, un valor, en caso que se tenga la predisposición, y demos por válidos los tres elementos que Stutz nos dice que la vida pone sobre nuestra mesa hasta que nos vayamos al cielo. Dolor, incertidumbre, trabajo.
Stutz presenta y explica la caja de herramientas que usa con sus pacientes para ayudarlos. A mi me sirvió una, en particular, y es la llamada cadena de perlas. Cada acción que llevamos a la práctica es una perla de un metafórico collar que es nuestra vida. Todas las perlas valen lo mismo. Stutz asegura que un ganador, o persona feliz, o champion, no es aquel que toma las mejores decisiones sino que lo es quien asume el proceso de seguir siempre adelante, independientemente de las consecuencias de cada acción, sea el triunfo o el fracaso, más o menos dinero, o clientes, o lectores. Stutz le dice a Hill “esta película no será perfecta, tendrá problemas, pero el trabajo es seguir adelante y colocar la próxima perla en el collar”.
Con ese dibujo táctico, por ejemplo, yo encaré el newsletter que tienen ahora en sus pantallas.
Es una película que puede aparejar la pregunta de qué han hecho con nosotros los psicólogos que consumimos y que tal vez nos dejaron navegar con una misma pena por muchos años en nombre de que uno es una oración iniciada por nuestros padres y que eso no se puede hackear con alevosía sino rehacer mediante el lenguaje, en una operación que inevitablemente es lenta, pero virtuosa al final del camino.
Stutz prefiere abusar del mandato que le da su paciente y decirle automáticamente qué hacer para salir de esa zona donde sufre. Nuestros psicoanalistas prefieren que la transferencia favorezca la rendición del paciente y que su inconsciente desbocado pueda ayudarlo a rearmar su ruta del deseo.
En común con ellos, Stutz no cree que haya algo mal en la biología del cerebro, o desórdenes neuronales a los que atribuir nuestras penas, y no se mencionan en la película medicaciones paliativas de la angustia. Solo su caja de herramientas.
El documental vale la pena en sí, y eventualmente para confrontar con nuestros propios chamanes la distancia a la que nos encontramos de salir de nuestras zonas oscuras.
Carzoglio
Mi atuendo ideal para el día es una remera blanca de algodón y una bermuda, en verano; pantalón de franela en invierno con musculosa de interlock y camisa con pulover en escote en ve, más un gorrito de lana. Y siempre zapatillas, como Doctor House. Pero qué interesante. Y ya no crezco, y ya no me tiró a disputar un balón, por lo que mi gasto en vestido, como lo llama el Indec, es muy bajo y, además, compro la ropa en Carrefour.
Esta combinación, que es increíblemente económica, no va a cambiar tu suerte en el mercado laboral, ni en el del amor, así que todo ok. Gastar más plata en ropa, o que gasten para uno, me resulta plata quemada, dinero que podría ir a ahorro para cuando toquen reformas estructurales en tu casa, o en tu cuerpo, o para alimentar la alcancía de tu fondo de pensión.
Pero no hablé de la noche.
Siempre fui muy bueno durmiendo, pero los primeros años de las criaturas me sometí a las reglas de la naturaleza y me levante el millón y medio de veces de la cama, experiencia por la que pasó cualquier padre, para llevar a los bebés a tomar la teta, o para consolar, o para cambiar pañales. Fui un padre finlandés, pero muerto de sueño y completamente improductivo para tareas intelectuales. Y no te digo hacer fierros.
Un día, las criaturas duermen toda la noche, eso termina pasando. Y ahora se trata de hacerlos dormir a la hora justa como para cumplir con las obligaciones del día siguiente.
Entonces, hacemos del momento en que papá se pone el pijama, papá se pone el pijama, un hito que corta el recital que los chicos dieron durante todo el día, como cuando Serrat canta en Fiesta: Se acabó…., y los espectadores dicen aahh.
Durante años busqué lo que podríamos llamar el pijama definitivo. Perdí la oportunidad durante la última plata dulce del primer año de Macri, de comprarme algo bonito en Estados Unidos, y quedé a merced de Suaya, de Tres Ases. Pero nunca busqué bien. En el primer año de la cuarentena, con el encierro obligado, no había a donde ir, di con un pijama de raso en Mercado Libre, brilloso, a rayas, bien abrigado y con botones. Me gustó porque me pareció antiguo, algo del tipo de lo que podrían ponerse para dormir Walter Matthau y Jack Lemmon en Extraña pareja, pero tampoco busqué bien. Es un pijama que conservo pero para días de 5 grados y sin calefacción.
Pero al año siguiente sí encontré el pijama definitivo. Es éste:
Es un trabajo de Celina Carzoglio, una diseñadora que tiene un local en la Galería Seguí, cerca del Malba y del Mater Dei. El pijama te lo entregan en una funda de tintorería, y perfumado. Es poplin cien por ciento algodón de primera calidad. Una tela liviana, fina y fría, que no se estira, pero que si te queda bien es algo único y la tabla de talles es tan precisa que cuesta equivocarse. La confección de estos pijamas es de sastrería, tiene botones redondos perlados y con la marca grabada. De patas es holgadísimo y su punto más complejo es que hay que atarlo con piolincitos, lo cual obliga a desatar y atar a la hora del pipi room. Claro que un elástico o una cremallera arruinaría la prenda.
Puede que no sea un pijama barato, pero si hacen como yo y pasan de todo en el rubro indumentaria, es un lujo para cinco años que puede imputarse a la partida día del padre o cumpleaños. Vale la pena.
Don Julio.
Conozco la parrilla Don Julio desde que abrió. Desde que se hacía la cuenta a mano en la mesa, porque viví a dos cuadras durante 14 años. Y lo vi crecer desde que tenía precios populares hasta que se convirtió en el comedor al que se lleva a cenar a primeras figuras del mundo de la música y de la política. No hay palabras que alcancen para expresar la admiración que tengo para el pibe, ahora señor, Pablo Rivero, que lo hizo crecer desde cero hasta el lugar en que está hoy, y cómo fue puliendo una misma esquina, con prácticamente los mismos metros cuadrados, ganando un entrepiso, haciendo una cava, hasta convertirlo en faro de la gestión gastronómica, con una cocina cinco estrellas, y también en una atracción turística.
Rivero tiene una visión del negocio pero tiene también una visión sobre el consumo de carne que, por aumento del veganismo y las campañas de persecución contra los vacunos, es de esperar que siga descendiendo. Se dice que cinco kilos de carne emiten la misma cantidad de dióxido de carbono (CO2) que un barril de petróleo. Es claro que a medida que avance la publicidad contra las vacas, y ya vemos que las petroleras pueden tener un gran interés, aumentarán los vegetarianos. Es interesante leer los reportajes que le hacen a Rivero porque tiene ideas.
Don Julio tiene la enorme fortuna de que los gringos comen temprano y hacen menos sobremesa que nosotros, por lo que puede renovar clientela varias veces por turno y tiene, al menos, dos estrategias, a la vista, para asegurar esa efectividad en la rotación que me resultan especialmente incómodas. La aceleración del vino, el mozo está entrenado para llenar la copa en forma automática, cuando la ve que se vacía, con el propósito de hacer desaparecer la botella de la mesa, y que sientas que falta algo, lo cual te hace comprar otra botella y pedir algo más, o encarar el postre e irte; y el intercom en todo el equipo, recepcionistas, runners y camareros, que hace que el medio campo vuele, pero que lo interpreto desconectado de la experiencia analógica y lenta que es sentarse a comer.
Produce el restaurante, además, una postal extraña cuando en los días fríos les ofrecen un ponchito a los turistas: los uniforman. A los turistas, yo les recomiendo que, hagan o no la pasada por Don Julio, vayan a Happening Costanera. El producto es el mismo, hay mesas redondas donde pueden entrar perfectamente doce personas y el servicio vuela pero no con la expectativa de que te las piques.
Alzamendi
Dejé de seguir a Antonio Alzamendi en Twitter. Lo intenté durante un año, o más, pero Antonio solo ponía fotos de pésima calidad con su patrona, o hijos, o nietos, que además son ciento y pico, y los textos, los tuits, no llevaban a ningún lugar sólido donde el Alzamendi y el Esteban del pasado pudieran convivir con el Alzamendi y el Esteban del presente. Mi pasado le dio follow a su pasado y mi presente ya no pudo con la realidad efectiva de un ídolo del fútbol retirado, religioso, muy temeroso de dios y obligado a repetir lugares comunes durante toda su experiencia biológica. Chau, Antonio.
Lo que me pasó con él, al seguirlo, es que tengo por los jugadores que fueron importantes cuando yo era niño un fetiche de locos. Una tarde de hace veinte años, por lo menos, me encontré trotando por los bosques de Palermo, con el negro Jota Jota. El corría con un cangurito, un hoodie para los que aprendieron de ropa revolviendo en Abercrombie, y lo reconocí perfecto. No había pasado aún la desgracia del descenso, por lo tanto, trotaba libremente en su calidad de Jota Jota y no sobre la cinta en un subsuelo como habrá sucedido desde el partido con Belgrano, y dije “uh, Jota, Jota”. El negro, acostumbrado a cruzarse con hinchas, me guiñó el ojo. Para mí, un montón.
Años después, pasada la desgracia, el negro estaba en un bar de la esquina del Palermo School en, obviamente Palermo, Thames y Soler, atendiendo la salida, o llegada, de un campamento de algún hijo. Tomaba un café solo y de espaldas a la puerta, de cara al baño. Me partió el alma.
Peeedro, también exclamé una vez cuando me crucé a Pedro Catalano, arquero de Español en la esquina de Uriburu y Marcelo T. Y Catalano sonrió. Yo era grande ya, pero se ve que no tanto. Pedro ya había dejado el fútbol, lo hizo a una edad bíblica, a los 120 o 130 años, y en Español batió uno de los récords del fútbol argentino: el de más partidos jugados consecutivamente 333, sin resfriarse jamás.
Ahora, en Instagram empecé a seguir al Puma Morete porque a mí me decían Morete, de chico, en el club, la remera de River con el 9 cosido por mi abuela, la boca manchada de helado. Hace pocos días, murió su señora después de 51 años de vida en común. Uno de quienes le escribió un mensaje de amor y amistad en el posteo donde lo anunciaba fue Luis Landaburu, el eterno arquero suplente del Pato Fillol.
Le pedí amistad a La Foca Landaburu pero sigue en estado pendiente. Si el pudo esperar, yo lo espero.